(Foto de Adrinson Yanes Hernández)
Día 54 de cuarentena. Tomo clases de técnica vocal por primera vez. Entiendo cuán hermoso y liberador es sentir vibrar las cuerdas del adentro.
Entonaba un Re, y pensaba en la escena de la serie Unorthodox, en la que la protagonista, luego de haber renunciado a la comunidad de fe que fue su familia desde que nació, canta un himno en un escenario. Esta vez, en una audición, para poder continuar su ruta a la libertad. En otro momento, también, le rapan la cabeza.
Suelto este Re y siento que ese hueco que te queda cuando te vas, poco lo sana, como la voz alta, y la música. Pensé en la primera canción que quiero aprender a cantar y recordé un himno que cantaban en la iglesia, en los funerales. Siempre se me quedó muy adentro, aunque nunca aprendí a cantarlo. Luego en un bullerengue, un género colombiano creado por afrodescendientes que se asentaron a la costa de Colombia, cuando escaparon. Muerte y libertad.
Aprendo a mis 25 años a distribuir mejor el aire que tengo, para liberar, para seguir liberando, la voz. Ensayo y siento que nunca aprendí a respirar del todo porque me daba miedo a inflarme, a ocupar espacio. Cosas de crecer negra y queer, en Carolina. Te acostumbras a existir en el retazo de aire que te dejan los demás, hasta que un día abres la boca y un golpe de aire te desahoga, y descubres que te ha nacido un pozo de respiros adentro; sientes la válvula soltar burbujas y moléculas desde el esternón hasta cada recoveco del sistema nervioso, y no aceptas migajas de oxígeno nunca más. Lo intentas, hasta que te sale. Es una práctica. El único virus que me queda es la melancolía, pero le sé la partitura y ahí voy, en Fa.
Vuelvo a pensar en Unorthodox, y soy crítica en formación, pero en este instante no evalúo ni guion ni valores de producción ni actuaciones, solo instantes: viñetas con las que me quedo porque también tengo, acá, adentro. La silla del barbero que me rapó, en Carolina, y ayer, el día en el que escuché todas mis cuerdas vocales por primera vez y le perdí un poco más el miedo a ocupar espacio. Mi bautismo es la terraza que lavo los domingos con jabón -con mucho jabón- para que se le salgan las manchas a las losetas que, cuando más lo necesito, me sostienen. Elijo vibrar tan alto como quiera, y lo sostengo. Eso también siempre fue esta cuarentena: una irreverencia.