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La cotidianidad secuestrada

Imagen de Visual Hunt

Tengo la costumbre de mirar con frecuencia por el retrovisor central de mi auto. Fue una tendencia que adquirí cuando empecé a guiar. Para ese tiempo, conducía tan despacio que las personas me ajoraban y me tocaban bocina. Aunque mi forma de guiar se ha regulado, mi predilección por el retrovisor central nunca cesó, en especial cuando voy sola. De hecho, iba sola cuando vi la guagua roja detrás de mí.

Unos meses antes, soñé que estaba junto a una amiga cuando dos personas me tomaron por la fuerza. Desperté aterrorizada, como era de esperarse. Era septiembre y las noticias de la desaparición de la joven de 20 años Rosimar Rodríguez Gómez comenzaban a afectarme.

Para ese momento, había “superado” mis limitaciones de ir al supermercado cuando las miradas insistentes de uno de los empleados me incomodaban. Había “superado” aquellas ocasiones en que mis compañeras me ofrecían lecciones sobre cómo tenía que “quedarme seria” cuando alguien me acosaba o cómo debía “darme a respetar” en los espacios públicos para evitar que la situación empeorara. Incluso, había “superado” las veces en que las personas cuestionaban mi belleza porque mis relatos de acoso se hacían cada vez más frecuentes. ¿Qué tenía yo que hacía que la gente me acosara? Ni que fuera tan bonita, ¿no?

Aquel enero, miré atrás como de costumbre y vi que una guagua roja tomaba exactamente los mismos caminos que yo. Era cerca de la 1:00 de la tarde. Un sentimiento de inseguridad se apoderó de mí. ¿Me estaba siguiendo o, casualmente, el hombre que conducía tomaba la misma ruta que yo? No tenía manera de confirmarlo. Cuando ya estaba cerca de mi casa, comencé a asustarme. La vida me exigía una respuesta rápida y no tenía idea de qué hacer. Justo antes de la entrada de mi casa, me dije: “Si gira al mismo lugar que yo, será un hecho que me sigue, pero no tendré otra opción que tocar la bocina para llamar la atención de los vecinos”, pues mi casa forma parte de un callejón sin salida.

Giré, pero él no. Aliviada me dije: “ves que no te estaban siguiendo”. No obstante, no lo perdí de vista. Cuando abrí el portón de mi casa, lo vi detenerse, desde otra calle, y verme entrar. No había hoyo o reductor de velocidad que le obligara a detenerse. Quería saber dónde yo vivía y lo consiguió. Ese hecho me estremeció el alma. Entonces, siguió su camino.

Me bajé y le conté a mis padres todo el suceso. Notaron mi inseguridad y mi rostro cargado de culpa sobre qué pude haber cambiado para que quien me seguía no supiera dónde yo vivía. Intentaron consolarme y me pidieron que, en una próxima ocasión, les llamara aunque no estuviera segura. La verdad es que la certeza de “una próxima ocasión” me aterraba.

Van cuatro meses de aquella experiencia. No hay día en que salga sola y no piense en la guagua roja. Busqué estadísticas en Puerto Rico de acoso sexual callejero, pero no encontré. Pareciera que mis experiencias son fruto de un caso aislado. Sin embargo, si le pregunto a mi amiga, a mi hermana o a mi mamá, todas saben relatarme al menos una ocasión en la que fueron víctimas del acoso sexual callejero.

En el 2015, Perú se convirtió en el primer país en legislar contra esta práctica. Solamente en Lima, su capital, nueve de cada 10 mujeres entre 18 y 29 años había experimentado esta violencia machista para el 2013, según el Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe.

En Puerto Rico, desde el 1999 existe la Ley Contra el Acecho, pero es útil solo cuando el hostigamiento se repite por parte de la misma persona.

Parece normal que hayamos encontrado nuestras propias formas de reaccionar cuando nos silban, intentan tocarnos, o nos hacen muecas, pero no lo es. Parece normal que, hace unos meses, los cursos de defensa personal adquirieran una demanda inigualable, pero no lo es. Parece normal que tengamos que mirar una y otra vez por el retrovisor central para descifrar si alguien nos persigue, pero no lo es. Tampoco es una opción “darse a respetar” porque el respeto se merece por el simple hecho de que somos seres humanos.

Pasé muchas noches pensando cuáles hubieran sido las mejores formas de reaccionar cuando vi la guagua roja o cómo debo reaccionar si me sucede de nuevo. La realidad es que no debería ser mi responsabilidad ni la de otras víctimas de acoso pensar en formas de defendernos. Esta afirmación la aprendí recientemente en un taller sobre este tema.

Es momento de llamar al acoso sexual callejero por su nombre y de fomentar ambientes de cambio. Quizás, yo dé gracias a Dios hoy porque nada me pasó aquel enero. Sin embargo, no soy libre. Nos secuestraron a todas cuando nos quitaron la libertad de salir a la calle sin miedo.

 

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