Hablaba por teléfono con una amiga mientras revisaba algunas de mis redes sociales. Sabía que buscaban hacía un par de días a una adolescente de la que su papá no sabía nada desde el 29 de marzo. De pronto, vi la noticia. “¡Apareció!”, le dije a mi amiga. Reaccionó con un lamento. Le tuve que aclarar que había aparecido viva. Que estaba bien.
Una respiración profunda antecedió un “está cabrón”. “Está cabrón cómo hemos normalizado las malas noticias de mujeres asesinadas”, me dijo. Yo le comenté que también es frustrante cómo los comentarios bajo la publicación eran un hilván de suposiciones y reclamos de personas que se sentían con el derecho de exigir explicaciones y de repartir insultos a la muchacha y a sus padres. Los leo cada vez que desaparece alguna. Le adjudican comportamientos a partir de cómo luce en la foto con la que la Policía y la familia reclaman su búsqueda. Asumen escapadas con novios y fiestas interminables como la razón de su desaparición según cuán maquillada esté, si sonríe y cómo sonríe, su mirada, la ropa que viste, cuán profundo es su escote, y, sobre todo, el color de su piel.