¿Cuántas veces nos hemos aguantado un grito, una queja o una molestia por no “molestar”? ¿Por qué insistimos en asegurar la comodidad del status quo mientras arriesgamos nuestra dignidad y bienestar?
A veces, me pregunto si será cultural, si el “ay bendito” nos ha calado tanto que nos sentimos fuera de nuestro elemento cuando nos quejamos, protestamos o alzamos la voz. La apología puertorriqueña es intensa y está presente hasta en nuestros peores momentos.
Luego del verano del 2019, se vio evidenciado el efecto de la protesta. Salimos a la calle y nos empoderamos como país. Aun así, persistía en silencio la inquietud, la incertidumbre, los cuestionamientos ¿cuándo volveremos a la “normalidad”? ¿cómo volvemos a la “estabilidad”? Como consecuencia, muchos políticos han acuñado el discurso de “estabilidad” a su beneficio, buscando mantener y asegurar su propia comodidad.
Este llamado a la normalidad y a la estabilidad se da también en nuestros entornos familiares. Las agresiones, la violencia y los malos tratos entre familiares rara vez son tratados. Muchas veces, pesa más la estabilidad y la permanencia de normalidad que la dignidad de las víctimas en situaciones de violencia. Aun cuando se abren espacios para verbalizar lo que ocurre, son muy limitados. Se manejan en voz baja, en privado, justo lo suficiente para que no se trastoque la comodidad de quienes agreden.
Así que vale la pena preguntarnos ¿qué es la estabilidad y la normalidad? ¿quién la promueve y a quién le conviene? ¿Qué tiene de normal o estable una situación tan violenta como la que ha generado el gobierno luego de los terremotos en el sur? ¿Qué tiene de normal y estable que las figuras públicas más influyentes de nuestro país sean bullies machistas con historiales de acoso? ¿Qué tiene de normal o estable que a nuestros viejos les estén quitando sus pensiones? ¿Qué tiene de normal o estable que nuestro país se esté vaciando? ¿Qué tiene de normal que, en Puerto Rico, asesinen a una mujer cada siete días? ¿Qué tiene de normal o estable que tengamos miles de personas sin casas y miles de casas sin personas? ¿Qué tiene de normal o estable que tengamos miles de niños sin escuelas? Quienes hablan de normalidad y estabilidad, nunca se han visto atravesados por ninguna de las violencias que perpetúan.
Estamos tan condicionados a no quejarnos, a conformarnos con migajas, con lo mediocre, con el “por lo menos no estamos como…”. Y es que nos hemos puesto expectativas mínimas, acostumbrándonos a la violencia que radica en nuestras casas, en los medios, en la política y en el país. Quienes decidimos alzar la voz somos tildados de changuitos y nos tiran con el “bajito, que se ofenden”. Pues sí, nos ofendemos, y con mucha razón. Y no, ustedes no lo dicen bajito, lo dicen alto y claro. Lo dicen en los micrófonos más importantes y en los programas más vistos de este país. Desde su ignorancia y su machismo, legitiman la violencia en múltiples espacios. Desde sus posiciones, legislan para su beneficio mientras el pueblo sigue sufriendo. Se creen tan intocables, que cualquier invitación a la reflexión o rectificación cae en oídos sordos.
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Entonces, por qué callarnos, por qué aspirar a una estabilidad ficticia, si no hay nada normal o cómodo con lo que ocurre. No somos mal agradecidos, tampoco somos changuitos, mucho menos histéricos. Cuando alzamos la voz, reafirmamos que estamos más claras que nunca. Las denuncias y la fiscalización nunca deben cesar. Si queremos verdaderamente progresar como sociedad, tenemos que proponernos conversar, debatir y señalar lo injusto siempre que sea necesario. Gritar desde la Calle Resistencia y que tiemble La Fortaleza. Darle a la cacerola y que se contagie el vecino con indignación. Denunciar el machismo en los medios y que se empiecen a apagar micrófonos. Gritar, consignar, escribir, conversar, soltar y nunca callar, porque nuestra dignidad vale más que su comodidad.