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Fátima

(Ilustración de Mya Pagán)

Las escucharás de a poco. Les escribirás. La de la derecha hablará de la izquierda. Viceversa. La de la pierna te recordará la del brazo, la del brazo la del seno. No dolerán siempre o al menos no del mismo modo, ni al mismo tiempo. A veces, volverás a ellas. Recordarás su genética de micro y macro violencias. Respirarás profundo. Creerás que han sanado. Y una noche, leerás Fátima. Fátima, 7 años. Niña, víctima de agresión sexual, torturada, asesinada, en México. 

Hueco. Calambre. 

Rabia.

Esa misma semana habrás preguntado en un aula de clases, en Puerto Rico: ¿qué palabras piensan cuando escuchan la frase ‘violencia de género’? En las respuestas, vínculos: tía, abuela, exnovio, amante, maestra, vecina, amiga, mami.

Las tenemos cerca. Tan cerca. Son y siempre han sido nuestras. Nos duelen, aunque al Estado no les importe. Tienen nombre, aunque los informes insistan en reducirlas a un número. No son una cifra, son una multitud, un compendio de existencias que exigimos vivas, sin numerologías de violencia. Libres de masculinidades tóxicas. Con acceso a educación pública de avanzada. En espacios seguros. Con servicios médicos holísticos. Con salario digno, y vivienda justa. 

Por ellas, por nosotras: salir a la calle, construir trincheras, armar desde nuestras intimidades el país que exigimos vivir. Encarnar la poética. Lucharle en contra a la brecha, de una maldita vez. Infinitivos de rigor, a los que les seguiremos apostando, aunque un patriarcado de violencias nos luche en contra. Aunque en cada moretón, nos golpeen a todas. Aunque en cada asesinato, nos maten -suena redundante la oración, pero pareciera que urge repetirla más- en cada asesinato nos matan.

Nos matan. Nos matan. Nos matan. Nos quisieron matar. No quieren matar. Nos matarían. 

Nos mataron. 

Nos siguen matando.

Basta. 

Ni una más.

No es petición. Nunca lo fue.

Es exigencia.

Hueco. Calambre. 

Rabia.

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