Foto de archivo de Ana María Abruña Reyes
En noviembre, mes en el que conmemoramos el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, me permito, reconociendo los privilegios de los cuales gozo por ser una mujer cisgénero blanca, y sin pretensión alguna de sustituir ni invisibilizar las voces de las mujeres trans, llamar la atención sobre la violencia que implica el feminismo TERF. Lo hago desde, como expresa Mariame Kaba, la esperanza radical de que solo el cuidado mutuo desde el amor puede salvarnos. En honor a todas esas mujeres a quienes día a día se les niega su humanidad, debe quedar claro que la violencia contra las mujeres trans, es violencia contra las mujeres y debe erradicarse.
TERF es un término que se utiliza para nombrar a ciertos sectores que se denominan feministas, pero cuyas sus prácticas se centran en la diferencia sexual y excluyen como sujeta política del feminismo a las mujeres trans. Este acrónimo, proveniente del inglés, trans-exclusionary radical feminist, denuncia a aquellas activistas que proponen que las mujeres trans no deben ser incluidas en políticas que adelanten los derechos de las mujeres y que, básicamente, las mujeres trans han venido a ocupar espacios que únicamente les corresponden a las mujeres cis, es decir, a mujeres cuya identidad de género se corresponde a la aceptada socialmente para el sexo asignado al nacer.
Tanto en partes de América Latina como España y Estados Unidos, recientemente se han dado fuertes discusiones con relación al reconocimiento de un derecho humano básico como es el libre desarrollo de la identidad y la autonomía individual. Así, feministas reconocidas por su producción teórica como Amelia Valcárcel, Alda Facio y Marcela Lagarde, irónicamente, se han unido a hombres blancos de derechas para convertirse en críticas del mismo andamiaje que contribuyeron a construir y que pretendía explicar las violencias y opresiones sistémicas que vivimos las mujeres. Se oponen a que las llamen TERFs y, en cambio, se autodenominan como feministas críticas de la teoría del género. La contradicción es evidente. También lo es la vuelta al reduccionismo biologicista para justificar la desigualdad, discriminación, exclusión y negación de la identidad a otras mujeres.
La transmisoginia que promueven estas activistas va desde las narrativas más elaboradas, pero no por eso menos violentas, hasta los más vulgares de los insultos. Nada distan de los utilizados por los grupos conservadores contras las feministas históricamente, con los que consistentemente se alían para entorpecer o detener políticas públicas destinadas a promover espacios de inclusión y reconocimiento. No dudan en atacar a las mujeres trans abiertamente ni tampoco a sus aliadas, haciendo referencia constante al sexo asignado al nacer o a la genitalia percibida. Reivindican y sacralizan la vulva y el útero y hasta llegan a hablar de conspiraciones como trasplantes de útero en un futuro no muy lejano para, finalmente, borrar a las mujeres.
Ahora bien ¿a qué mujeres se refieren cuando hablan del borrado de mujeres? Pienso que esa es la pregunta principal que nos debemos hacer y alrededor de la cual debemos reflexionar.
Es preocupante que en pleno siglo XXI, esta perspectiva profundamente discriminatoria, pero también anti-intelecutal pretenda, y ahora digo yo, borrar el conocimiento producido por la mayoría de las mujeres, es decir, las mujeres negras, racializadas, rurales, indígenas, mujeres de diversas orientaciones sexuales, trans, pobres, trabajadoras sexuales o dentro del comercio sexual, usuaria de drogas, madres solteras, neurodivergentes, con diversas capacidades físicas, migrantes, entre otras, cuyos intereses nunca fueron recogidos por el feminismo blanco y liberal y que hoy las feministas transexcluyentes pretenden borrar bajo el determinismo biologicista y sus percepciones de la genitalia de quiénes tienen al frente. Descartan por completo, aunque lo nieguen, la interseccionalidad como herramienta de análisis, herramienta desarrollada por las mujeres negras para dar cuenta de cómo la discriminación y la opresión de las que eran objeto no podía analizarse únicamente desde el hecho de ser mujer. Era necesario ver cómo las mujeres negras sistemáticamente eran violentadas por ser mujeres negras y el análisis desde un solo eje era uno miope que no les hacía justicia.
Hoy, las feministas transexcluyentes proponen volver al análisis desde un solo eje, el eje de lo que dominan sexo biológico, aun cuando en este momento existen suficientes datos para saber que el sexo también es una construcción y que trasciende el binario macho-hembra. Utilizan la narrativa de la diferencia sexual, una narrativa profundamente arraigada en las maneras de entender el mundo, para proponer, entre otras cosas, que las mujeres trans son una herramienta del patriarcado para oprimir a aquellas que perciben como verdaderas mujeres, personas que al momento de nacer se le asignó el sexo hembra por haber nacido con vulva que es la única parte del cuerpo visible que permite asignar sexo, incluso antes del nacimiento.
No hay duda de que ese tipo de discursos, profundamente demagogos, están destinados a desinformar y a promover narrativas que no solo son erradas, sino que, además, descabelladas.
No es posible que mujeres que históricamente han sido discriminadas, violentadas, desatendidas desde el punto de vista médico, marginalizadas, empobrecidas y vulnerabilizadas, sean las opresoras de otras mujeres. Estas narrativas, que se originan en los sectores más conservadores y fundamentalistas, son las mismas que utilizan aquellas que hoy se adjudican el poder de decidir quién es una mujer y a qué esas mujeres se deben dedicar. No sólo nos arrebatan la identidad, también se abrogan la potestad de determinar qué podemos hacer con nuestros cuerpos y cómo podemos expresar nuestra sexualidad, género, y personalidad.
Lamentablemente, al igual que el fascismo, sus narrativas se propagan rápidamente y sus violencias crecen exponencialmente. Violencias que les arrebatan la vida, real y simbólicamente, a otras mujeres y pretenden obstaculizar e impedir el acceso a una vida digna y a que se les reconozca como lo que son: mujeres.
El sexo asignado no debiera ser un productor de desigualdad social, pero tampoco un determinante a la hora del desarrollo de nuestra personalidad y nuestras vidas. ¿Al fin y al cabo por qué debería ser importante saber qué tiene entre las piernas la persona de al lado? Si me preguntan, para nada. De hecho, es lo que por siglos venimos diciendo las feministas: el sexo asignado no debe generar desigualdad de ningún tipo. El cuerpo es eso, un cuerpo y solo quien encarna esa materialidad es quien tiene el poder de decir qué hacer con él.
Por eso, desde el privilegio de no haber sufrido la violencia transexcluyente, pero también desde el convencimiento de que solo el amor y el cuidado mutuo puede salvarnos, la violencia TERF no puede ser aceptada ni condonada, debe ser rechazada y combatida como otra forma de violencia contra las mujeres.
La humanidad no se debate, se reconoce y se defiende contra todo tipo de violencia, incluyendo la violencia TERF. En este 25 de noviembre que no se nos olvide que no estamos todas si nos faltan las trans.