(Foto de Jordan Whitt en Unsplash)
Piensa en una mujer embarazada. Seguro, sale una sonrisa o, al menos, un gesto de ternura. Ahora, imagina a la misma madre, con los retos de la lactancia (físicos, emocionales y sociales), con el desafío de llegar temprano a su trabajo y salir a tiempo para buscar a su hijo, y con una batalla diaria con quienes dicen cómo se cría a un niño. Súmale que su precaria situación como mujer trabajadora hizo que escogiera entre la educación de su pequeño o un lugar donde vivir. ¿Cuál reacción provoca la segunda? ¿Solidaridad? ¿Respaldo? ¿Compasión? No, precisamente, para la protagonista de esta historia.
Las dos descripciones pertenecen a Rosaura Rivera, de 33 años, y madre de un niño de 8 años. Es bibliotecaria y estudiante de maestría. Ser madre se ha convertido en un cuestionamiento de su crianza, de sus prioridades y de la forma en que quiere educar a su hijo.
“La sociedad tiene un enamoramiento con la mujer embarazada, casi bíblico. Esta cuestión de cómo tratar a la mujer preñada, pero una vez pasan estos nueve meses, es como si eso dejara de existir. Y, entonces, nadie te prepara para lactar, que es una de las cosas más difíciles que he tenido en mi vida, y para las complicaciones que suceden con tu pareja. Cuando llega este nuevo ser humano, van saliendo las crianzas individuales, y nadie te prepara porque tú te separas de tu pareja para atender a un niño pequeño. La sociedad no tiene ningún tipo de apoyo para la mujer, las familias”, reflexionó.
“En cambio, lo que uno ve son prejuicios, un ambiente bien hostil. Cuando encima de eso, tú te vas en contra de lo establecido y quieres criar diferente, pasas a ser de una mujer histérica a una loca. Es un ambiente donde uno tiene que tener una fortaleza mental, emocional y espiritual para poder llevarlo a cabo todos los días”, agregó.
Con “criar diferente”, esta mujer explicó que se refiere a no exponer a su hijo a algunos aparatos tecnológicos, a evitar los dulces, a preparar sus comidas y a trazarse como norma no pegarle para disciplinarlo.
“Todos los días, alguien quiere darle a tu hijo un dulce, que no quieres darle. Todos los días, está expuesto a algo tecnológico, que no quieres que esté expuesto. Todos los días, alguien le dice: ‘Mira qué nene lindo o qué muchas novias vas a tener’. Se trata de tomar la decisión de luchar todos los días en contra de eso”, añadió.
Además de la separación de su pareja, con la que tocó fondo, pero también permitió que se reencontrara con sus ideologías y con lo que considera correcto para su niño, Rosaura reconoció que aprendió a poner en primer lugar a su hijo en una sociedad que, en muchas instancias, no se solidariza con la madre trabajadora.
Para esa época, su niño tenía cuatro años y ella trabajaba en el turno de 12:00 del mediodía a 8:00 de la noche. Por dos años, apenas veía su hijo.
“Mi día empezaba a las 5:30 a.m., venía a la universidad a estudiar por la mañana, entraba a trabajar y, cuando salía, ya estaba dormido. Estuve más de un año y medio pidiendo acomodo razonable para salir más temprano. Nunca se me dio y decidí renunciar porque mi hijo tiene que ser la prioridad, si no de qué vale”, recordó quien al momento de dar su carta de renuncia dijo: “Escojo a mi hijo”.
Esta decisión permitió tener más tiempo con su hijo, pero la ubicó en una situación precaria. Estuvo dos años sin trabajo, y dependía de un préstamo estudiantil y de la ayuda de su familia. Se tuvo que mudar con su mamá. Ahora, trabaja en un horario diurno, pero tuvo que decidir si quería pagar por la educación de su hijo o rentar un techo para ambos.
“Soy una empleada pobre. Lo que me gano mensualmente no me da. Tengo que decidir si pagar una escuela, pagar la renta o un carro nuevo. Tengo una guagua viejísima que tiene mayoría de edad, 18 años, y decido por la educación que le quiero dar a mi hijo”, expresó quien prefiere ahorrar poco a poco para viajar, algún día, con su pequeño.
Admitió que tuvo la oportunidad de un trabajo con una buena remuneración, pero conllevaría nuevamente sacrificar su tiempo. De manera inmediata, vería cambios económicos, pero tenía que trabajar seis días a la semana y en horario nocturno.
“Ya tenía la experiencia pasada, y me debo a mi hijo. Pienso que los seres humanos tenemos para aprender hasta que nos vayamos. Quiero hacer un doctorado, pero ahora no puedo, pues será a los 50. No tengo esa mentalidad de que me cogió tarde. Mientras mi hijo sea pequeño, voy a hacer los sacrificios que sean necesarios porque estos son los años para moldear su perspectiva y su pensamiento crítico”, dijo quien, en su actual trabajo, encontró el apoyo de su supervisora que entiende sus tardanzas y sus ausencias para cumplir con los compromisos y citas médicas de su hijo.
Reconoció que la maternidad trajo consigo tener menos tiempo y postergar planes, pero, aseguró, que no tiene resentimientos con esta etapa de su vida, sino con la gente que pone trabas en la crianza de su hijo o que, desde el espacio laboral, no se solidariza con su lucha diaria.
“He sacrificado todo, mírame. Estoy en sobrepeso, no saco tiempo para hacer ejercicios, porque prefiero leer e ir a talleres para ayudar a mi niño. No es que él sea el centro de mi vida, porque sé que él es de la vida, pero quiero que recuerde que su madre estuvo ahí e hizo lo que tenía que hacer, sin reparos, porque para mí un amor incondicional es ese. Si le pego a poner condiciones a mi hijo, eso es lo que de adulto va a buscar en su vida personal y relaciones, amores con condiciones. Lo que quiero es que él vea que el amor, el del bueno, el incondicional, es lindo. Esa es la fortaleza que tengo”, comentó con la energía que, seguramente, la mantiene de pie todos los días.