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Del capital y el envejecimiento: “Sobre la vejez” de Beatriz Llenín Figueroa

De niña, veía la vejez como un efecto lejano del tiempo del que me mantendría a salvo por, al menos, muchos años. Miraba las carnes caídas de mi abuela cuando me bañaba, su piel delicada y arrugada, las comparaba con mi cuerpo de niña, con la piel lisa y esa experiencia parecía demasiado intangible para mí.

Sin embargo, la vejez física solo refleja una pequeña parte de lo que implica el abandono de aquella juventud a la que Rubén Darío le llamaba divino tesoro. Hoy, son muchas las interrogantes que podríamos hacernos sobre ese nombre que le daba a lo joven. No hay gracia en lo viejo, las cosas se gastan, la gente se vuelve inútil y hay que cuidarla, dirían muchos. Ponerte viejo te aleja de lo valioso, de ese tesoro que se va y no vuelve que es la juventud. Sin embargo, ¿qué es lo que vale de ser joven?

Pareciera que la escritora puertorriqueña Beatriz Llenín Figueroa intenta responderlo en su ensayo Sobre la vejez, parte del compendio de su libro Puerto Islas: crónicas, crisis, amor, en el que nos propone otras posibilidades para mirar la vejez. La autora plantea, con una claridad tremenda, la manera en que percibe la acumulación de años a través de unas realidades materiales que pueden resultar muy familiares para quienes leemos. Piensa, le conmueve, siente y, sobre todo, le preocupa la vejez “del modo en que la hemos tornado asqueante, repulsiva, indeseable, como hacemos con todo aquello que no responde a la demoledora velocidad del capital” (109).

No responde al capital una población que, con el peso de los años, también trae consigo un cansancio esperado de la experiencia y por qué no decirlo, de los cuerpos explotados de un sistema que los sitúa y valora a partir de la riqueza que pueden o no producir. Como explica la autora, “la vejez, el modo en que el cuerpo se trastoca, y cuelga como una hermosa cortina de piel con pliegues cual acreciones que las mareas crean en la arena”. Regreso al recuerdo de mi abuela. Es la vejez “el modo en que los goznes del cuerpo comienzan levemente a fallar, a recordar algo que, ¿por qué?, llamamos ‘el fin’” (109).

Ahora es Llenín Figueroa quien interroga: “¿Por qué no la queremos?” y ella misma se responde:

“Ya sé que la vejez, con todas sus implicaciones, es más anticapitalista que cualquier ideología de izquierdas. Esa seguramente cubre un amplio espectro de la respuesta, y me pone a pensar que quizá aquello que tantos economistas (capitalistas) deploran -un mundo de viejas y viejos- sería el más radical proyecto político” (109-110).

Din Din Din, el acto tan natural del envejecimiento, podría también convertirse en una de las narrativas contrahegemónicas que más necesitamos en este momento. Pensaba en lo transgresor que se tornan los cuidados en un mundo que nos pone a vivir en automático sin tiempo para reivindicar un acto tan humano como envejecer.

La autora afirma que “las redes de historias se tienden más ampliamente, y crecen, sustentan y viabilizan la vida, en la vejez. ¿Algún espejo será capaz de reflejarlo?” (109). Me atrevo a responder que no. No hay espejo ni tampoco sistema que visibilice la realidad que encierra el envejecimiento en un sistema patriarcal, capitalista y racista en el que las experiencias del cuerpo están atravesadas por su explotación. Somos cuerpos explotados que rechazamos envejecer porque sabemos que seremos desechados en cuanto dejemos de producirle al capital. Llenín Figueroa pone de manifiesto lo revolucionario que es apostar a la vejez en un sistema que valida la explotación y que se trastoca al encontrarse con un cuerpo viejo.  

Asimismo, estos cuerpos se desechan al abandono, al cuidado prolongado altamente costoso y a unas condiciones laborales miserables de quienes cuidan haciendo de esta experiencia una precaria de su faz. Envejecer no es una experiencia grata porque no hay condiciones dignas que el sistema facilite para que lo sea. Recupero a Marta Sanz en una de sus reflexivas columnas sobre las condiciones de la población vieja:

“Viejos abandonados en gasolineras, ancianas emparedadas en sus casas para prolongar el cobro de la pensión […] desprestigio de auxiliares […] abuelas que vuelven locas a las hijas que las amparan en su casa, tiranías, el reverso oscuro de los cuidados, el chantaje afectivo, personas muy mayores que cuidan de personas ancianas, depresiones, la incapacidad política para arreglar esta situación en una sociedad cada vez más envejecida y más hipócrita en los asuntos que conciernen a la muerte”.

Pienso en mi abuela y en sus cuidados. Pienso en sus cuidadoras y en mi mamá. También, regreso siempre a Esther Vivas con su empeño en la cuidadanía. Centrar el cuidado colectivo, adueñarnos de nuestra humanidad y nombrarla. El derecho a envejecer dignamente del que habla mi mejor amiga en su trabajo de recreación para la tercera edad. Pienso mucho en ella mientras escribo esta reseña. Me pregunto si Thalía entiende lo revolucionario de lo que hace en un momento cuando envejecer dignamente no es parte de las prioridades. Cuando lo viejo es desechado porque ya no le sirve al capital.

Ahora de adulta, la vejez se me hace tan cercana que me asusta. Repaso la pregunta de Llenín Figueroa. ¿Por qué? La respuesta ya está dada. Se nos hace urgente reivindicar nuestra humanidad y plantearnos conversaciones incómodas sobre la vejez y la muerte. Sobre la dignidad de envejecer acompañada. Regreso a Marta: “No queremos contemplar escenas como las que acabo de narrar, pero no deberíamos apartar la mirada. Con todo mi egoísmo y toda mi humanidad, pienso qué será de nosotros, qué será de mí”. Yo también lo pienso.

Lee también de la autora: “Nosotras contra la deuda”: implicaciones en la cotidianidad

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