Y entonces salimos por fin a la calle, a trabajar con salario propio, porque trabajar lo hemos hecho siempre. Pudimos tener cuentas bancarias a nuestro nombre, propiedad privada, un ensayo casi general de derechos adquiridos.
Teníamos que estar rebosantes de alegría y gratitud. Después de todo, éramos esas grandes mujeres de las que nos hablaban cuando nos decían —como si fuera un halago— que detrás de cada hombre, siempre había una gran mujer. Y no se daban cuenta de que siempre estuvimos de frente, cubriéndoles la humanidad a los señores, administrando casas, familias y vidas, a veces, entregando ideas e intelecto en función de la gloria ajena; deseando ese cuarto propio al que solo podrían acceder unas pocas, un puñado de nosotras, una excepción a la regla de esta existencia laboriosa que se nos asignó.