Foto de archivo por Ana Maria Abruña Reyes del mural del Colectivo Moriviví
Nosotras no bregamos con ese pelo
Aquí aplastamos las raíces
Quemamos las memorias y
Alisamos las estirpes.
Aquí no se honra tu naturaleza.
Nos especializamos en archivar pasados.
Nos dedicamos a nutrir traumas.
Y a talar los folículos de donde broten raíces ancestrales.
¡Que aquí no entendemos ese afro!
Ni negociamos con hebras ensortijadas.
Nos nutrimos del olor a azufre rancio.
Que borra conciencias y calcina las pieles prietas.
“Aquí no vuelvo nunca…”, les increpé.
Porque en mí no hay nada dañado.
Lo que brota de mi cabeza es magia pura.
Pasado, presente y futuro interconectados.
En reverencia, orgullo y resistencia a las raíces cimarronas.
Cuando tenía cinco años, me negaron el servicio en un salón de belleza. Un sábado en la mañana, con el salón lleno de gente, le dijeron a mi mamá que no iban a atenderme porque “mi pelo era demasiado duro y difícil”. Recuerdo estar parada en el umbral de la puerta del establecimiento y agarrada de la mano de mi mamá. Ni tan siquiera nos dejaron entrar. Lo que mejor recuerdo son las cabezas -forradas de rolos con orejas tostadas debajo del calor de las secadoras- que se volteaban a ver la cabecita que había causado tal inconveniente.
El primer alisado me lo dieron pocos meses después, mientras cursaba la escuela elemental. Recuerdo el olor y el dolor. Mi cabecita olía a óxido, a combustión. En la noche, las hebras laceadas a la fuerza se me pegaban a las llagas que se formaban en mi cuero cabelludo. Todo parecía valer la pena, si el resultado final me acercaba a la melena invocada por aquella estilista, la que me caía por los hombros y se peinaba “fácil”.
En escuela intermedia, llevé rizos, pero “aplacados” a fuerza de “reverse”, un químico que se usaba para quitarle fuerza y vuelta a la onda. Así navegué la adolescencia, más parecida a mi versión de nacimiento, pero con fuerza diluida. Un compañero de clases, con un pronunciado frenillo, no perdía la oportunidad de llamarme “Uganda”. Así, igual que el país soberano situado en África oriental.
Tanto da la gota en la roca -o el insulto racista a la autoestima- que me volví a alisar. Desde los diecinueve años hasta los treinta y nueve, llevé el pelo alisado, con químico, blower y plancha. Casi por veinte años.
A los 40 años -recién cumplidos- decidí conocer mi cabello. Esta decisión no fue precedida por ninguna crisis. Fue una decisión que tomé en calma en toda la calma que se adquiere cuando una ya sabe quién es y le importa poco lo que digan las demás personas. El cuero endurecido por los años y los químicos pagó dividendos inesperados. Cortar “lo lacio” y esperar por mi rizo natural fue un proceso de descubrimiento y de mucha paciencia, desesperos y autocompasión.
Ahora sé que tengo tres tipos de rizo sobre mis hombros: uno más suave y otros dos bien apretaditos como tornillos. Transitar los procesos de no saber qué productos usar para cuidarlo, peinarlo, lavarlo hasta descubrir los cuidados específicos que necesita para dar su mejor presencia. También reconocer que, la mayoría de las veces, mi pelo hará lo que le dé la gana y que eso es una maravilla.
¿Lo mejor de todo? Que mi hija pueda testificar, sin lugar a dudas, que heredó el cabello de su mamá y de su abuela y su bisabuela. Nunca olvidaré su reacción el día en que le conté que decidí dejarlo rizo. Sus ojitos se prendieron como dos soles.
A las madres-padres-abuelas-tías de crías con pelo rizo les imploro: acéptenles y ámenles exactamente como son. Aprendan lo que tengan que aprender. Olviden lo que tengan que olvidar. Desaprendan lo que les toque desaprender. Enséñenles que no es saludable -ni necesario- dejarse llevar por los prejuicios de la sociedad y valídenles la noción de que llevar el cabello natural, tal cual brota de sus cabezas, es bello. Motívenles a que se acepten y disfruten la experiencia de tener el cabello afrorizado con la plena conciencia de que ello no implica desventaja alguna, que vean lo maravilloso de sus marantas.
Cuarenta años después, es que puedo responder a la experiencia de aquel sábado en la mañana de la mano de mi mamá. Pues sí… Conocí mi cabello por primera vez a los cuarenta años. Y, aunque nos encontramos tarde, nos hemos aprendido a amar y nos vamos a adorar por lo que nos quede de vida.