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La precariedad laboral y la trampa del trabajo

Foto de Mari Blanca Robles López

En la realidad de las cosas, los muertos son de quienes los lloran. Nadie siente la muerte igual cuando no es alguien a quien ama. Mucho menos cuando lo que se pierde es un empleado. Mi papá dice que todo el mundo es reemplazable y yo le creo.

Mientras buscaba noticias para escribir esta nota, pensaba en lo desechables que somos para el capital. Leía sorprendida la manera en que los medios manejaron el asunto del maestro Pablo Mas Oquendo, quien murió en un accidente de madrugada porque había salido de un turno como guardia de seguridad e iba de camino al otro como educador. Nadie cuestionó esto, pero sí el hecho de que, supuestamente, el hombre iba a exceso de velocidad y que, por culpa de ese accidente, hubo tapón por varias horas.

Ante esta realidad, también pensaba en la trillada frase de que el trabajo dignifica. Mi pregunta es ¿a quién? ¿A los explotadores que nos mantienen en condiciones precarias de trabajo para engordarse los bolsillos? ¿A un gobierno inconsecuente que mantiene a sus maestros viviendo bajo el nivel de pobreza y asumiendo dos y tres trabajos para sobrevivir? Mi papá también dice que el trabajo es tan malo que te pagan por hacerlo. Le creo de nuevo.

En general, el trabajo explota, enferma y mata. Toma nuestro cuerpo como herramienta para que produzcamos hasta el extremo del cansancio y sigamos generando capital para enriquecer a alguien más. Bob Black en su libro La abolición del trabajo dice algo parecido:

“El trabajo es la fuente de casi toda la miseria en el mundo. Casi todos los males que puedas mencionar provienen del trabajo, o de vivir en un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir, tenemos que dejar de trabajar”.

Pienso en los supuestos 30 años de servicio que les ofrecen a la mayoría de los empleados para que, a cambio, puedan envejecer dignamente, aunque ya ni eso. Nos enseñan a agradecer por andar explotadas todos los días y hasta nos hacen sentir culpables cuando cuestionamos condiciones laborales porque “nena, por lo menos tienes un trabajo”.

Como persona que ha sido maestra, he pensado mucho en este señor que andaba explotado y enfermo. Trabajar una jornada completa durante el día para salir a continuar como guardia de seguridad sin la garantía del descanso es un acto cruel e inhumano. Este señor no dormía. Se amanecía trabajando.

Hace un tiempo, un buen amigo me regaló un libro de Édouard Louis que navega su hibridez entre novela y testimonio, pero ese es otro tema. Las voces narrativas en primera persona que tienden a manifestar realidades materiales me parecen fascinantes. La literatura como representación de un sistema de muerte que, a duras penas, necesita voces que lo nombren para ir contra él. La voz narrativa en ¿Quién mató a mi padre? utiliza la experiencia de su papá para exponer cómo el trabajo atraviesa los cuerpos hasta enfermarlos y matarlos. En una conversación que dirige a su padre, expresa:

…”tengo la sensación de que tu existencia ha sido, a tu pesar y precisamente en tu contra, una existencia negativa. No tuviste dinero, no pudiste estudiar, no pudiste viajar, no pudiste cumplir tus sueños. Apenas hay en el lenguaje otra cosa que negaciones para explicar tu vida” (164).

Más adelante afirma: “Tu vida demuestra que no somos lo que hacemos, más bien al contrario: somos lo que no hemos hecho porque el mundo, o la sociedad, nos lo ha impedido” (165).

Al repasar esa cita, recuerdo también otra frase que suele resonar mucho entre la gente porque “el que quiere, puede”. No son pocas las falacias que llegan a cavar tanto en el imaginario social. La voz narrativa alude a lo que el mundo y la sociedad nos han impedido hacer porque hay unas realidades materiales que limitan precisamente que alcancemos niveles dignos de vida.

Cuando digo digno, me refiero, entre otras cosas, y en este caso, a un salario que nos permita pagar las cuentas y que nos quede también para el tiempo libre. Recuerdo a mi mejor amiga con su cantaleta sobre el ocio, pues solo es posible cuando en función y contra el trabajo logramos liberarnos para sentirlo.

Regreso a Louis cuando dice “a unos le dan la juventud y otros no tienen más remedio que robarla” (225). En la narración sobre la vida de su padre, la voz narrativa explica las tremendas dificultades que enfrenta y su turbia relación familiar. Su padre trabajaba sin descanso muchas veces y “ya nada resultaba violento porque a la violencia no la llamabas violencia, para ti era la vida misma, no la llamabas de ningún modo, estaba allí, era” (367).

Esa violencia que no se nombra es la que se reproduce en condiciones laborales precarias como las que vivía el maestro que murió en el accidente. Regreso a él con un trago amargo recordando que la violencia sistémica es una de las más peligrosas. Hay todo un andamiaje completo que nos hace valorarla y normalizarla hasta el punto de culparnos por nuestra propia miseria. Eres pobre porque quieres, eso te pasa por escoger esa profesión, nadie te mandó a estudiar eso, cómo es posible que no te organices para que el dinero te dé. Como si fuera tan fácil.

Entre la brega y el embrolle, se teje una narrativa de superación que se centra en las decisiones individuales, dejando de lado que el Estado y las grandes empresas del sector privado son quienes tienen el poder para dignificar nuestra vida. En el caso del maestro, no puedo dejar de pensar en lo compleja que es la profesión del magisterio, sobre todo si se ata directamente al trabajo de los cuidados. No es casualidad que estas sean las profesiones más precarizadas en un mundo que prioriza la producción y la explotación para glorificarla al son del “yo no me quito”.

“Yo no me quito, pero está cabrón” es otra de las frases que se escucha mucho por ahí. Me gusta y la repito como una oda de resistencia a la supuesta resiliencia que tenemos y que no es más que sobrevivir a pulso en una colonia a la que ya no saben de donde más explotarle. Lo mismo pasa con nosotras.

Entre todo lo que escribo, no encuentro solución absoluta a esta realidad. Nos obligan a trabajar para ganarnos una miseria y luego nos culpan por no ganar lo suficiente. Cuando el sistema nos mata, también fue nuestra culpa porque íbamos a exceso de velocidad. Nos condenan por existir y nos obligan a gatear en un país que buscan regalarle a extranjeros millonarios. No tengo una respuesta. Probablemente, podamos empezar con mirar el trabajo como lo que es, una herramienta explotadora del capital. Apostar al juego de la imaginación como arma de resistencia y pensarnos en un mundo con trabajos para sostener la vida y no para enriquecer a otros. Esa es parte de la apuesta. Yo me apunto.

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