Pocas experiencias en la vida nos atraviesan tanto como la relación con nuestras madres. Para bien o para mal, la figura materna viene con nosotras desde antes de nuestro nacimiento, es ella quien decide -para eso luchamos- si llegamos o no a este mundo. Son muchas las veces en que me encuentro viendo a mi madre salir de mi boca con algo que digo e incluso limpiando desesperadamente la cocina porque “nena, yo no puedo dormir pensando que la cocina está sucia”. A través de la literatura, también ocurre algo similar.
Cuando escribimos, nos situamos en un espacio del papel -y en un contexto- pero antes ya hay un punto de partida, un origen que moldea lo que nos proponemos escribir. Decía Vanessa Vilches Norat en su escrito De la brevedad de la escritura que escribir es situarse y es la madre quien ocupa la génesis de la escritura: lo primero que se escucha y lo primero que decimos. A esto le llama “matergrafía”. Sin embargo, la presencia de la madre en la literatura no ha sido constante ni recoge la importancia que la caracteriza: “pocas madres literarias merecen la pena. A pesar de las posibilidades estéticas que tiene la figura materna, se la ha tratado escasamente […] Será por eso de que madres solo hay una”, nos dice Vilches Norat.
Durante los pasados años, he podido relacionarme con la figura materna desde diferentes frentes. No ha sido sorpresa corroborar que, como dice Vilches Norat, su presencia en la conversación literaria apenas se abre camino. Son precisamente mujeres las que están recuperando la voz de la madre en la literatura. Y no solo la madre como la conocemos, sino la madre que se inventa el sistema patriarcal, la madre que todes queremos, la madre que tenemos, la que nunca queremos ser y, sobre todo, la madre que se propone liberada desde otras subjetividades como sujeta política. Es en este renglón que entra Ana Castillo Muñoz con su Corona de flores a la conversación.
Desde la portada, se nos presenta una pista. Un vestido de novia blanco con una corona de flores acompaña el título: Corona de flores. Parece que augura algún asunto romántico. Hasta que llega la séptima página. La voz poética nos plantea una escena en el primer poema “1”:
“éramos tres en una casa de dos cuartos para adentro
y tres cuartos en la calle,
[…]
éramos tres en una casa de dos cuartos
pero no cabíamos en la misma cama,
[…]
éramos dos en una casa de dos cuartos
[…]
porque papi se fue
nos dejó un hogar en pedazos
que le tocó a mami, volver a armar desde las ruinas” (7).
No estamos ante un asunto romántico, tampoco nadie se casa. La voz poética agarra las circunstancias de la intimidad familiar y las pone frente a quien lee. Eran tres, ahora son dos. El padre ya no está. La madre no tiene opción que reparar y reconstruir. Sola. Este poema marca el inicio de un recorrido por la vida de la voz poética que nos permite adentrarnos en las experiencias patriarcales que -también- atraviesan las relaciones de las madres y las hijas como bien nos ilustró Adrienne Rich hace muchos años.
La voz poética acompaña a su madre. Viven juntas la cotidianidad que envuelve tanto la rutina como el devenir doméstico del fin de semana. Hay un elemento que entra en su relación: un vestido de novia blanco. El poema “3” nos avisa. Regresamos a la portada. El traje no es mera decoración:
[…] “flores y trajes de novias,
vestidos que entrelíneas hablaban sobre la posibilidad
de, en al-gún mo-men-to,
ser míos.
de encajar en la (im)perfección de mi cuerpo.
mami estaba dispuesta a acabar con los ahorros
de su futura casa,
solo, por el que dirán” (13).
Pasamos las páginas. Reaparece el traje. Los poemas del “5” al “8” nos plantean un punto de encuentro entre el vestido de novia blanco y sus relaciones familiares. Ya no solo es su madre, la voz poética se conecta con su padre ausente.
En el poema “5” se cuestiona:
“¿por qué los trajes de novia anuncian mortaja?
será un destino,
el único
la muerte como salida real (15)”
En el poema “6” hay un regreso a la figura paterna:
“pienso en trajes blancos
y el corazón me late raro,
se me aprieta el pecho
me trinco”
[…]
pienso en trajes blancos
y pienso en él,
en mi papá” (17).
El traje de novia no solo es una ilusión de la madre, sino una conexión con lo añorado de la relación entre padre e hija. Lo sentimental de la tradición, lo esperado de una mujercita, la supuesta salvación a través del matrimonio, la expectativa cumplida que se aprecia en el poema «8»,
[…] “eres mi orgullo, “de aquí sales vestida de novia”
repitió mami como un mantra,
por años,
pensando en cómo sería su boda
el día en que yo me casara,
y no, ya no” (19).
La voz poética ha tirado la línea y estableció su límite. El vestido de novia blanco no es más ese boleto para la “salvación” ni el camino a la felicidad que contienen las aspiraciones de su madre. En el poema “8” lo confirma:
“eras blanco perlado
casi gris pálido
[…]
ceñido a sus caderas,
ajustado a la altura de su diminuto cuello
no tendrías mangas
y desde ese imaginario perfecto
decidiste ser libre
y ella también
se dejaron ir
entre las cenizas de un papel que arde en fuego” (21).
Una vez rota la relación con el vestido blanco, la voz poética profundiza en las complejidades de su relación con la figura materna. En el poema “12” y “14” lo expresa:
“si tú me honras, ¿también aplica el mandamiento?
para ti no,
tus normas están perfiladas en una sola vía
donde fallamos nosotros los hijos
todo-el-tiempo;
[…]
ahora recorro el camino de piedras blandas
que me tocó cimentar
despacio
firme
abriendo mis alas en cada pisada
porque ya no camino bajo tu sombra,
vuelo alto” (29).
“hoy la vi
y sinceramente no hubiese querido.
[…]
resiento no conocer a esta mujer
extraño a la otra
la que me cargó en la barriga y me llenó de amor.
[…] hoy la vi,
y ojalá no ocurra otra vez” (33).
La separación de lo que ha sido la voz poética con la figura materna se evidencia en la conclusión de estos poemas. Hay un juego con las palabras que alude al mandamiento de honrar a la madre y al padre. Una crítica a la figura autoritaria de las madres y a su afán de controlar. También, una plena conciencia sobre el poder que tienen las circunstancias sobre la personalidad de la figura materna. Unas circunstancias atravesadas por el empobrecimiento, la imposición de roles y lo que se espera de las mujeres. La madre que se añora y la madre que es. Esta relación plantea una ruptura que se recupera en el poema “13”:
“madre quiero resonar contigo
para nuestras pases,
[…]
para que sepas que no
perdiste tu tiempo.
[…]
quiero resonar contigo
porque la tierra necesita mi garganta
y yo,
hablarte, Madre” (31-32)
Aquí, se plantea el regreso a la madre. Una conciencia sobre un vínculo que atraviesa a la voz poética, aunque se haya elegido otro camino. La tierra necesita la garganta de la voz poética para recuperar a la figura materna y esta necesita hablarle a su madre, recuperarla, tenerla.
En la última página y el último poema “22”, la voz poética nos ha llevado a puerto seguro mientras se nombra liberada de las imposiciones y de los dolores familiares:
[…] “soy mi propia hija
que se presigna
se conjura
se alivia
se bendice
entre tanta maldición heredada” (49).
Esta afirmación me hace pensar en el Desnudo de la novelista española Marta Sanz en su Lección de anatomía, en el que también la figura materna es medular, cuando expresa:
“Me autorretrato de pie y de frente, sin insinuaciones ni sutilezas, como si fuese el sujeto de una medición. Tan única como vulgar. […] He sido una persona con miedo o una persona precavida. […] Cada palabra es un modo, más o menos honesto, de autorretratarse. Llevo mi honestidad hasta el impudor del desnudo” (354-357).
En este poemario, Ana Castillo Muñoz nos lleva por un camino de dolores, complejidades, violencias, ternuras y lecciones de perdón ante dos de las figuras más importantes de su vida: su madre y su padre. Corona de flores también plantea las relaciones entre padres e hijas. Sin embargo, considero que es una “matergrafía”, como bien la definiera Vilches Norat en su teoría sobre los textos autobiográficos: “es la madre quien firma y sella el discurso […] funciona como estructura sobre la que se escribe el yo […] la madre es el espejo en el cual el niño se busca” (64).
Mientras escribo esta crítica me debato entre si los poemas son del todo no ficción o tienen algo de ella. Regreso a una frase de Pedro Mairal: «Es ficción en la medida en que el yo es una construcción y contiene multitudes. Y es no ficción porque muestra con honestidad brutal justamente la construcción de esa primera persona. Ella se desarma y se arma varias veces en estas páginas» (X).
La madre es el origen de las complejidades, es el ser desde el cual la voz poética se mira y se reconoce. Por esto, urge recuperar a la madre en la literatura. Es imperativo leer desde y con ella. Como dijera Catherine Marsh, “cuando leemos desde la madre, van reapareciendo textos olvidados y emergen otras posibilidades que cuestionan lecturas canónicas, se nos devela una inusitada trayectoria. En esos cruces incómodos: la desacralización de la figura materna, el lugar de la maternidad en el discurso feminista y los esencialismos culturales, desarmamos nociones anquilosadas de género”.
Considero que Ana, más que cuestionar lecturas canónicas y desacralizar la figura materna, nos invita a explorar otros mundos también invisibilizados en la literatura. La vida de una niña negra con su madre en Barrio Obrero, lo violento de la migración y la pobreza. Como explica Mayra Santos Febres en la contraportada, “este no es el usual poemario de denuncia del discrimen racial, de género, de clase y nada más. Corona de flores viaja hacia adentro y desde adentro desde un tono reflexivo, melancólico y honesto”. Hoy, la literatura puertorriqueña gana otra poeta que nos saca de la comodidad canónica para repensar también nuestras relaciones. Ana nos permite observar esas complejidades desde la intimidad de la familia y nos recuerda, sobre todas las cosas, el perdón, las contradicciones y la tremenda sensibilidad que atraviesa nuestra humanidad.
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