No es “piropo”, es acoso callejero

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(Arte de Stephanie Cavina para la campaña ¡Cambia ya!)

Había decidido que ya no me quedaría callada. Cargaba mi dignidad en el mentón, y mi mirada era desafiante e inquebrantable. Invencible. Estaba lista para recrear las batallas imaginarias que había practicado en mi cabeza; aquellas en donde enfrentaba a quien se atreviera atentar contra mi integridad. Con cada paso, erguía más mi espalda.

Pero, sabía que todo era una capa, que me vestía con la armadura del feminismo, la que me galardonaba un poco de valentía. Ya sabía que, en última instancia, tenía al alcance de mi mano mi taser y pepper spray, guardadas en un compartimiento de mi bulto. Ambas, me las había regalado mi padre cuando entré a la universidad. Eran como amuletos de protección.

Ya eran alrededor de las 5:00 p.m. Caminaba por la avenida alerta, mirando todo lo que me rodeaba. Sentía el mismo temor sofocante de todos los días, el de ser mujer en una sociedad sumamente patriarcal. Por más que lo negara, sí lo sentía. Lo intentaba aplastar y tragar con una cara seria, de extinguir la hipervigilancia con la cual me habían inculcado vivir. Quería que mi rostro advirtiera que no sería una presa fácil, pero mi pequeñez de estatura indicaba todo lo contrario.

De pronto, un carro con tres hombres se detuvo en el semáforo a mi lado. Los vi mirándome con hambre, como si mi cuerpa fuese su accesorio; mi entera existencia reducida a su placer y satisfacción. Quise que mis pantalones fueran más largos, mi camisa un poco menos colorida, mi miedo un poco menos palpable. Ya sabía lo que venía. Con poca sorpresa, uno de ellos me gritó: “¡Mami, estás bien rica!”, seguido por un pito que rechinaba en mis oídos.

Y la armadura se derritió sobre mi piel. Me sentí expuesta y desnuda, como si estuviese a carne viva bajo el sol ardiente. Mi corazón retumbaba en mi pecho, y el calor era, cada vez, más insoportable. Sentía repudio hacia mí misma porque esto había ocurrido decenas de veces antes y aún tenía el efecto de hacerme sentir arrinconada y chiquita.

Y con ese mismo atrevimiento, aceleraron el carro, con sus sonrisas y miradas que devoraban mi vulnerabilidad. Sus acciones, las que seguramente tildaron de inconsecuentes y que olvidarían dentro de unas horas, me costarían cada vez más mi seguridad en las calles siendo mujer. Mi valentía no había funcionado de nada. Las palabras ensayadas en mis escenarios ficticios fueron fútiles ante el taco en mi garganta que no me dejaba hablar. El miedo pulsaba por mis venas, pero el alivio de que “no hicieron nada más” también me inundaba. El sol quemaba la llaga viva sobre mis hombros.

Aquello que consideras un “piropo”, violenta mi integridad. Aquello que consideras “inofensivo”, atenta contra mi bienestar. Aquello que tanto normalizas, se convierte en un arma que roe y atormenta, y nos priva de una vida digna.

Este comportamiento tiene nombre y apellido: acoso callejero. El machismo no se puede justificar ni en sus niveles más imperceptibles— sigue siendo violencia. Antes de “tirar un halago” no solicitado a une extrañe, piensa primero qué te da la potestad de comentar sobre su cuerpo.

Las cuerpas feminizadas no existen para tu consumo. Nuestra seguridad en la calle no es debatible. Nuestra calidad de vida no debe ser puesta en tela de juicio. No es normal y no es halagador, es violencia normalizada, de esas que vamos a destruir y quemar.

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Este ensayo fue redactado en el contexto del Programa de formación de jóvenes líderes contra la violencia machista, como parte de la campaña ¡Cambia ya!, un esfuerzo educativo y mediático gestionado por Todas y su compañía publicadora Equilátera, en alianza con WetJustice. La campaña es posible gracias a Oxfam y cuenta con el apoyo de Inter-Mujeres. La autora es participante del programa. Puedes seguir la campaña bajo @CambiaYaPR en Facebook e Instagram.