La migración, para muchas mujeres, ha dejado de ser una opción y se ha convertido en un acto desesperado de supervivencia. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en 2021 el 48% de los migrantes internacionales eran mujeres. Para cientos de ellas, la migración es una respuesta desesperada a contextos de violencia, opresión y pobreza extrema.
Es claro que la migración representa una elección difícil para las mujeres migrantes. Puede ser una fuente de trauma, pérdida y violencia para algunas y/o una fuente de felicidad, emoción y oportunidad para otras (Upegui Hernández, 2012). La llegada a un nuevo territorio no significa el fin del riesgo; al contrario, se intensifica la exposición a nuevas formas de exclusión y violencia, en un contexto donde las políticas migratorias y los instrumentos de seguridad pública parecen haber perdido su rumbo en la protección de estas vidas.
El trágico caso de Claudia Martínez Suárez es una muestra impactante de esta realidad. Migró a Puerto Rico con la esperanza de liberarse del acecho y la violencia que sufrió en la República Dominicana. Sin embargo, el 25 de octubre de 2024, fue víctima de un feminicidio brutal: su expareja, quien atravesó fronteras específicamente para cometer este crimen, le arrebató la vida mediante un estrangulamiento.
Los relatos de sus familiares son desgarradores, pues describen a una mujer que, en búsqueda de paz y seguridad, terminó siendo asesinada. El caso de Claudia pone en evidencia que, incluso cuando se busca escapar de la violencia, el destino de muchas mujeres se ve marcado por la ineficacia de un sistema que falla en garantizar la protección de quienes más lo necesitan.
Además del terror que genera la violencia de género, muchas de estas mujeres toman la ruta migratoria con la esperanza de mejorar su calidad de vida. Huyen de la pobreza, de la falta de oportunidades laborales y de un sistema que las margina por razones de género y origen. Sin embargo, al llegar a destinos como Puerto Rico, se topan con barreras enormes: falta de información, complicaciones burocráticas, dificultades del idioma, ausencia de redes de apoyo y políticas migratorias restrictivas que las dejan aún más expuestas a diversas formas de violencia. Según Mundo Sur (2023), estos obstáculos incrementan la vulnerabilidad de las mujeres migrantes y permiten que la violencia de género se perpetúe y agrave en silencio.
El Informe Anual 2024 titulado “Femi(ni)cidios bajo la lupa de América Latina y el Caribe”, de Mundo Sur, evidencia la magnitud de la crisis: durante el 2024, al menos 110 mujeres migrantes fueron víctimas de feminicidio en la región. En el caso particular de Puerto Rico, dos de estos crímenes se registraron, representando el 2% del total de feminicidios en la isla. Estas cifras no son meramente estadísticas; detrás de cada número existe una vida arrebatada, sueños apagados y familias marcadas por la ausencia de quienes han sido víctimas de estas violencias sistemáticas.
Doble agresión
La crudeza de esta situación se vio reflejada también el pasado domingo en Loíza, donde se reportó el feminicidio de una mujer. Las versiones iniciales sugerían que la víctima podría ser una inmigrante y que sus allegados, paralizados por el miedo a la deportación, optaron por el silencio en lugar de acudir a las autoridades. Aunque posteriormente esa hipótesis fue descartada, este escenario es históricamente recurrente: el miedo a las represalias y la amenaza de deportación han sido, y continúan siendo, una barrera que impide a muchas mujeres acceder a servicios y mecanismos de protección.
Esta realidad es dolorosamente simbólica. La violencia machista, inherente a un sistema patriarcal que se alimenta del silencio y la impunidad, se intensifica cuando se cruza con la vulnerabilidad del estatus migratorio. Las mujeres migrantes, por su género y por su condición de extranjeras, se encuentran en el epicentro de una injusticia que las deshumaniza y las margina. La intensificación de las políticas migratorias restrictivas no solo amplifica el temor, sino que también deja a estas mujeres desprotegidas, sin la posibilidad de reclamar sus derechos y sin el amparo que deberían recibir desde el Estado.
La experiencia en Puerto Rico es cruda y creciente. Mientras el Estado permanece en un silencio e indiferencia, las mujeres migrantes son dejadas a su suerte. Imaginemos a aquellas madres que deciden parir en la intimidad de sus casas, temerosas de exponer su situación y ser deportadas; o a mujeres con condiciones crónicas que, al no tener acceso a servicios adecuados, ven su salud seriamente comprometida.
Familias enteras pasan hambre, temerosas de salir a la calle y exponerse a peligros mayores, y menores que crecen en un ambiente de incertidumbre, aterrorizados por la posibilidad de perder a sus madres. Cada día, una nueva dimensión de esta exclusión se manifiesta en situaciones inimaginables: mujeres que no duermen pensando en el día en que las separen de sus hijes, víctimas de una violencia de género que sus agresores intensifican para ejercer un dominio absoluto, similar al control del Estado sobre sus vidas.
Y qué decir de los efectos psicológicos. El trauma generado por esta doble agresión —la violencia de género y la opresión migratoria— marca de forma indeleble la salud mental de las mujeres y de sus crías. La constante amenaza, el miedo y la sensación de abandono crean un ambiente traumático del que es difícil salir. Este sistema, que debería ser un baluarte de protección y justicia, ha fallado en sostener a las mujeres migrantes.
Urge actuar
Las políticas migratorias actuales, lejos de ofrecer una solución, actúan como un catalizador. Al marginar y excluir a cientos de mujeres, el Estado se aleja de su obligación de defender y garantizar la vida, la dignidad y la seguridad de todas las personas. Cada día, cientos de mujeres viven en incertidumbre inimaginable, sometidas a un doble ataque: por un lado, la violencia machista que se repercute en actos de abuso y feminicidio; por otro, la opresión de un sistema migratorio que las deshumaniza les niega el acceso a servicios básicos y perpetúa el ciclo del discrimen y la violencia.
El costo humano de estas políticas es incalculable. Estas políticas nos costarán vidas. Es inaceptable que el temor a la deportación, la incertidumbre y la violencia sean condiciones cotidianas para quienes buscan un futuro mejor.
Exigimos, por tanto, al Estado respuestas claras, garantías de protección real y un compromiso firme con la seguridad de mujeres, niñas y personas trans. Urge la implementación de un plan integral que contemple las interseccionalidades de las mujeres migrantes, cuyo riesgo se ve desproporcionadamente agravado por las políticas migratorias. La lucha contra la violencia de género es, sin duda, también una lucha contra la exclusión, el racismo y la injusticia social.
No podemos permitir que el miedo y el silencio sean cómplices de una impunidad mortal. Cada feminicidio, cada caso de violencia extrema, nos recuerda que estamos ante un problema estructural que exige una transformación profunda de las políticas públicas de protección e integración. La vida de cada mujer migrante es invaluable y, si no actuamos de inmediato, seguiremos perdiendo vidas, destruyendo familias y dejando cicatrices que tardarán generaciones en sanar.
Desde la sociedad civil, desde cada ciudadana y ciudadano comprometido, debemos exigir un sistema que proteja, valore y garantice la vida y el bienestar de todas las mujeres, especialmente de aquellas que han cruzado fronteras en busca de un respiro. No podemos permitir que la opresión migratoria siga destruyendo espacios de posibilidad para un futuro digno.