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Todo por los niños, decían

Candado cierre de escuela Puerto Rico Xiomara Torres Rivera

A mediados de la década de 1990, Hormigueros contaba con cinco escuelas elementales. Mi mamá quiso matricularme en la que estaba en Jagüitas, uno de los barrios rurales, porque no le gustaba el bullicio del pueblo. La escuela se llamaba Miguel A. Rivera. Yo era una niña feliz que iba a una escuela con pocos estudiantes donde la comunidad participaba en los eventos aunque no fueran parte del tejido escolar. Dos mujeres vendían “limbers” desde sus casas, Tita y Aida. Hacíamos la transacción a través de la verja: 2 x $.50. Ganga. Mis favoritos eran los de “cherry” de Tita. Eran kool-aid puro que me dejaban en evidencia cuando llegaba a casa con la camisa llena de manchas rojas. Yo era asmática y esos colorantes no me venían bien, decía el doctor. Nunca le hice mucho caso.

Recuerdo el laboratorio de inglés y el periódico escolar con la risa y la ternura de Misis Toro y Misis Lemeni; a Misis González, con la maestra que más aprendí de ciencias; A Misis Santiago, con ese ojo para identificar los talentos y sacarlos afuera con una simple libreta de dictados forrada con “contact paper” de Hello Kitty.

Mucho ha pasado desde esos días felices. Ya no soy una niña y mi escuela la cerraron. Sus edificios siguen allí como un alma en pena a la que no le tocaba morirse. La infraestructura enferma y común de una escuela pública, pero sin gente, sin niños, sin maestros. Los colores feos que consiguieron en la subasta más barata.

Comparto con Rima Brusi su descripción sobre los detalles estructurales de nuestras escuelas en Fantasmas: “Tomemos los colores, por ejemplo, tomados en casi todos los casos, y por algún motivo misterioso, de una paleta de tonos marrones y mostazas, un espectro que iba desde mierda oscura hasta mierda de bebé […] Eran comunes también las grietas en las paredes, los techos y los pisos”.

Hoy, la historia es otra y a Hormigueros solo le quedan dos escuelas elementales, ambas en zonas urbanas. Vivo en el área metropolitana y solo voy a Hormigueros algunos fines de semana. Julia Keleher fue quien cerró mi escuela en el 2018, luego del huracán María. Ese huracán representó noches a oscuras, techos con toldos, agua fría, poca comida. También, fue la epifanía del tumbe que tuvo nombres como White Fish, Tu Hogar Renace, Unidos por Puerto Rico y caras como la sonrisa para la foto mientras entregas una caja de agua. Hay personas para quienes las emergencias son una oportunidad. Inversión. Baile. Billete. Botella. Baraja. Centro de Convenciones.

Ya Naomi Klein nos advertía sobre eso. Tienen la misma estrategia: “…esperar a que se produjera una crisis de primer orden o estado de shock, y luego vender al mejor postor los pedazos de la red estatal a los agentes privados mientras los ciudadanos aún se recuperaban del trauma, para rápidamente lograr que las reformas fueran permanentes. […] Cuando por fin se desata la tragedia, saben inmediatamente que ha llegado su momento”, plantea en Doctrina del Shock. Ella le dice shock, pero no es más que trauma, dolor, dificultad, heridas, violencia. El jaque mate del libre mercado. Esos pedazos de los que habla Klein son, entre otras cosas, las cientos de escuelas que no han vuelto a abrir sus portones, en las que nadie ha podido volver a enseñar ni aprender. No solo luego del huracán María, sino también después de los terremotos en el sur.

Meses atrás, pasé por mi escuela y entré. Entre el vaivén de emociones tuve que pararme a respirar hondo y calmar a la niña que adentro de mí no entendía lo que veía. Tantas memorias en esos salones y en ese patio que ahora solo es un pastizal que arropa todo el cemento. Al menos, yo tengo memorias, pensé. Me imaginaba el sentimiento de todos los niños a quienes les cerraron su escuela, les separaron de sus amiguitos y les rompieron el vínculo con sus maestras. A quienes les impidieron continuar su vida en la escuela cerca de su casa y les hicieron trasladarse al pueblo. Pensé en Keleher y en todas las veces que tildaba a las maestras de irrespetuosas. Recordé a sus defensores tildándonos de xenófobos y a la prensa haciéndole relaciones públicas. Y el hashtag #TodoPorLosNiños.

Hace unas semanas, al ver que se declaró culpable para llegar a un acuerdo con la Fiscalía federal, regresé a aquella esquina de la escalera donde me senté aquel día en mi escuela. La miraba, tomé estas fotos. Lloré. Pensé en el daño y en las reparaciones que nunca tendrán todes les niñes a quienes se les arrebató la oportunidad. Mientras repaso la agenda privatizadora del estado, recuerdo a aquella niña que jugaba y compraba limbers por la verja. Ella nunca hubiera imaginado que hoy estaría hablando de su cotidianidad con una nostalgia tan tremenda. La falsa bonanza de los noventa. El engaño, lo incierto del porvenir. Hace poco, me enteré que el Municipio convertirá la escuela en un museo. ¡Qué pesadez ser un adulto y tener que disimular! Ni cuenta me di. El gobierno les debe a sus niños y hace rato que toca cobrarles.

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