Recibí a Fantasmas de las manos de mi mentora, la doctora Sofía Cardona Colom, hace años, mientras trabajaba con ella en mi tesis de maestría sobre las representaciones maternas en la literatura. En aquel momento, yo trabajaba la obra literaria de Marta Sanz, una escritora española. Sin embargo, encontrarme con las letras de Rima Brusi fue abrir la posibilidad de que estas representaciones continuaran dándose también en Puerto Rico.
En general, Fantasmas es un camino de memorias en el que Brusi se encuentra y conversa con las complejidades de la maternidad, tanto desde su perspectiva como hija, como de la que florece cuando ya es madre. Concuerdo con que todo texto tiene algo de ficción, y regreso una vez más a Pedro Mairal: “es ficción en la medida en que el yo es una construcción y contiene multitudes. Y es no ficción porque muestra con honestidad brutal justamente la construcción de esa primera persona”. No se equivoca María del Mar Rosa Rodríguez cuando expresa que, en este libro, “hay una obsesión con recordarlo todo. Recuperar memorias desde la concepción y ¿por qué no? desde antes de la concepción”.
Como ya ha puntualizado Vanessa Vilches Norat, Fantasmas es una matergrafía, concepto teorizado por ella para nombrar textos autobiográficos que parten y giran alrededor de la madre. Como bien afirma, “este libro es todomadre o quizás todohija, o mejor, todomadrehija”. Sin embargo, ese no es el tema que me interpela para escribir esta nota. Fantasmas se compone de veintiún capítulos y considero pertinente echarle un detenido ojo al de Escuela.
Luego de leer casi la mitad del libro en el que se alude a las experiencias con la madre, llegar a esta parte fue un “déjà vu” de mi niñez. El capítulo comienza advirtiéndonos que las experiencias a punto de narrar son particulares de una población, pues “sospecho que los puertorriqueños (al menos los de cierta edad) compartimos una experiencia estética de la escuela pública” (51). No sé la edad de Brusi, pero sí sé que con facilidad podría ser mi mamá y no es coincidencia que nuestras vidas en las escuelas públicas de este archipiélago sean tan similares. Ya lo dice Fiel a la Vega, que todo cambia y todo queda igual.
La narradora comienza dándonos un paseo por la infraestructura enferma de los edificios y sus colores particulares. Quienes podemos relacionarnos con la escena regresamos a nuestra escuela y la seguimos:
“Tomemos los colores, por ejemplo, tomados en casi todos los casos, y por algún motivo misterioso, de una paleta de tonos marrones y mostazas, un espectro que iba desde mierda oscura hasta mierda de bebé […] o consideremos las texturas: las paredes nunca eran del todo lisas, tenían siempre pequeñas o grandes arrugas, burbujas y verrugas, producto de, no sé, ¿múltiples capas de pintura? ¿empañetado deficiente? ¿humedad? ¿todas las anteriores»? (51)
La narradora se detiene para describir a fuerza de adjetivos calificativos la realidad del abandono a las escuelas que tenía -y tiene- el Departamento de Educación. La subasta más barata podría ser la razón por la cual nos tocaba tomar clases con los colores más tétricos y las pinturas más descascaradas que “nosotros, en momentos de aburrimiento, ayudábamos a acelerar […] con nuestras uñas y dedos” (52).
No solo es la infraestructura enferma, también las condiciones higiénicas de espacios como los baños. No se equivoca cuando expresa que eran lo peor de todo y “nunca había papel de baño. No exagero al decir ‘nunca’: nunca-había-papel-de-baño. Me pregunto si pensaban que los niños no nos limpiábamos, o si el papel sencillamente se acababa antes de que llegara” (53). Suscribo. Yo también me pregunto cuánto nos habrá costado el papel que nunca llegó y a nombre de qué color -si rojo o azul- era el contratista.
Continúa ese empeño con la memoria y ahora la narradora nos recuerda el terrible “interlocking” que por muchos años han utilizado para empañetar la educación de la niñez puertorriqueña. Para quien no conozca el término, el “interlocking” se daba entre escuelas cuando alguna estaba en “reconstrucción” o cuando la matrícula era tan alta que había que “evitar el hacinamiento”. Como bien lo describe la narradora, estaba diseñado “para atender dos tandas de niños en un mismo edificio y nuestro día escolar duraba solo 4 horas, suficientes para tomar inglés, español, matemáticas, estudios sociales y quizás ciencias, pero ni arte ni música” (52), dejando de lado las necesidades particulares de cada estudiante para atender la urgencia en la producción de un conocimiento que, a duras penas y con tanto apuro, se daba y da.
Por otro lado, Brusi, nuestra narradora, nos lleva por un paseo sobre los cuestionables menús que se servían -y sirven- en los comedores escolares del país (véase arroz con gorgojos, 2015). Imposible olvidar como “nuestra comida llegaba a la escuela en gigantescas cajas, sacos y latones con muchas libras de arroz blanco, habichuelas, vegetales, salchichas, leche y huevos en polvo, “jugos” rojos o anaranjados, tajadas de carne gris, “corned beef”, “hot dogs”, “frutas en almíbar” (52). Esas últimas podrían ser la receta para una diabetes temprana. No era comida fresca la que nos esperaba ni tampoco un menú variado que cumpliera con la supuesta pirámide alimenticia que todo el mundo se sabía y nadie seguía no porque no quisieran, sino porque las condiciones materiales tampoco lo permitían. De seguro, era más barato mandarnos embutidos y paquetones de azúcar disfrazados de frutas en vez de carnes y verduras frescas.
En este capítulo, Brusi convierte sus memorias en una representación de todo lo que estaba mal -y ahora es peor- en nuestras escuelas. La decadencia por décadas de un sistema educativo que hace tiempo colapsó y que ha sido blanco de tumbes con nombres como Víctor Fajardo y Julia Keleher. Las descripciones son tan precisas que quienes recibimos educación en la escuela pública no podemos evitar regresar a las memorias de los pasillos, los salones, el comedor escolar, de esas realidades particulares. No pierde de perspectiva lo bueno y bonito que sobresalía de esas condiciones, como las señoras del comedor y las maestras que una nunca olvida. Siempre son mujeres en su mayoría asumiendo nuestros cuidados, velando porque tengamos todo, subsanando las violencias de este sistema, incluso las que recibimos desde nuestra niñez.
Hace varias semanas, escribía sobre mi escuela elemental cerrada por Julia Keleher en el 2018. Al releer el capítulo de Brusi, regresé nuevamente a la escuela y a la nostalgia de aquella niña feliz que corría por esos espacios que ahora solo son memorias y “fantasmas” de un pastizal que cubre el cemento.
Recordé a mis maestras, a las señoras del comedor, también las cuestionables comidas y la higiene sospechosa de los baños. Me imaginé otros escenarios posibles y solo puedo reafirmar que somos la historia que se repite, una y otra vez. Como dije, no es casualidad que Brusi y yo tengamos tantas similitudes en nuestras experiencias escolares. Tampoco que ambas pensemos con tristeza la realidad del sistema educativo y compartamos la esperanza de otras realidades. Como bien expresa Vilches Norat, “en esas palabras trazadas sobre el papel, hay un deseo de reflexionar sobre lo sufrido, una insistencia en politizar una circunstancia, una voluntad de otro camino”. Un camino en el que nos empeñamos, la otra vida que nuestra niñez se merece y nos merecemos.
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