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Que las mujeres decidan sobre sus vidas es cuestión de dignidad

Aborto libre Puerto Rico / Ana María Abruña Reyes

(Foto de archivo de Ana María Abruña Reyes)

Escucho todavía el eco de las voces de mis tías, abuela y madre recordarme lo importante que es la maternidad. El destino final para nosotras. La emoción más hermosa. Lo mejor que nos puede pasar.

Creo que a todas nos ha tocado. A veces, todavía me choca. Me criaron en un círculo bastante conservador y católico. Imagínense, fui monaguilla, aunque ya eso no viene al caso.

Decía mi mamá que ser madre era lo mejor que le había pasado. Y, yo le creo. Pero, a veces, la veía tan agotada, con tanto qué hacer, con poco descanso -que en mi mentalidad de niña me cuestionaba- pero ella siempre aclaraba que la maternidad iba primero. Dentro de mis inmensas dudas, de lo torcido y desigual que anda el mundo, siempre pensaba en las consecuencias si algún día yo terminaba siendo madre. Me parecía demasiado trabajo para una sola persona porque la distancia entre lo que hace un padre y una madre casi siempre es bien grande y, lo peor de todo, sin la posibilidad de quejarse. Cuestionar la maternidad era inaudito. Y, hoy, todavía es difícil.

Las mujeres hemos transgredido muchísimos discursos sobre la libertad sexual, la desigual brecha salarial, la poca o ninguna participación de las mujeres en la cuestión pública, pero atrevernos a problematizar la maternidad nos cuesta. Las enseñanzas del patriarcado han sido duras. Solo hace falta leer varios comentarios en los medios de prensa de cualquier país y echar un vistazo a todas las piedras que nos tiran nuestras propias hermanas cuando alguien alza un pañuelo verde. Pecado mortal.

Decía Adrienne Rich en Of Woman Born: Motherhood as Institution and Experience que la maternidad supone dos significados. Por una parte, la capacidad que tiene la mujer para reproducirse y, por otra, la maternidad como una institución que la sociedad patriarcal ha utilizado para mantener a las mujeres bajo el control masculino.

La señala como “la clave de muchos y diferentes sistemas sociales y políticos. Ha impedido a la mitad de la especie humana tomar las decisiones que afectan a sus vidas. […] Bajo el patriarcado, la posibilidad femenina ha sido literalmente aniquilada en beneficio de la maternidad”.

Esto, en parte, porque han sido los propios hombres quienes han creado el imaginario sobre lo que debe ser una madre, con toda la violencia que implica el que sea precisamente un hombre blanco y heterosexual -que no tiene ovarios, útero ni experiencias femeninas- quien defina la maternidad. Mediante esta imposición, el imaginario materno se convirtió en un rol que se romantiza una y otra vez. Ser una -buena- madre -sustituya buena por sumisa, agotada, deshumanizada- es el rol final y esperado para cualquier mujer. La sacrificada por el bien común -entiéndase el marido, entiéndase la casa, entiéndase los hijos- deja de ser mujer para convertirse en madre y eso, frente a la sociedad, está bien.

El dilema llega cuando algunas mujeres deciden no serlo. Adrienne Rich comenta que las mujeres sin hijos son, a los ojos del patriarcado, frustradas, estériles y vacías. Ya Simone de Beauvoir en su Segundo sexo lo auguraba, no cumplen con su destino biológico, se niegan a cargar con él, se imaginan haciendo, viviendo, cumpliendo, siendo otra cosa. Y, cuando se rechaza la maternidad, el sueño se rompe. Sale el mundo a controlar. No es casualidad que la culpa aparezca disfrazada del estado, la iglesia, el papá y la mamá. El patriarcado habla a través de ellos. La persona gestante se niega a parir y el sistema se quiebra. Ya no puede mantener a la mujer dentro del espacio privado de la casa. Ya no la puede controlar con los hijos. Porque no los quiere. Entonces, llega el juicio. Esos malos nombres de los que habla Rich. La mujer sin hijos no está completa. Queda embarazada y se resiste. Y, cuando el aborto, dentro de las consecuencias, aparece como una opción, la mujer se demoniza. Es una criminal y del aborto no se habla. Pareciera que ocurre en un mundo paralelo.

Hace unas semanas, se propagaba por las redes el vídeo de una mujer con la cara tapada siendo escoltada afuera de una clínica de aborto en Louisville, Kentucky, frente a una manifestación en contra del aborto. “El aborto es asesinato” declaraban las pancartas que cargaba un hombre. Un hombre. Directamente desde la nación más libre. En un mundo que cada día absorbe a proporciones gigantes un individualismo en el que cada cual con lo suyo y ni mira para el lado, es irónico que cuando es la mujer la que brega con “lo suyo”, hasta el sacerdote mete la cuchara. Y no sorprende.

Permitir que el aborto sea libre, accesible -con lo que accesible pudiera significar, contemplando la realidad de que adjudicarle un precio representa excluir a quienes no podrán pagarlo- y seguro, implica dar paso a que el sistema se quiebre. Repensarlo. Devolverle a las mujeres la plena libertad y derecho. Por eso, sigue siendo objeto de debate.

Aunque Roe v. Wade, en Estados Unidos y Puerto Rico, nos acompañe. Aunque haya clínicas -que son amenazadas a diario con cerrar- garantizando el proceso. Y cuando hablo de sistema, me refiero al capital y al patriarcado, que, como diría la escritora española Marta Sanz, nunca se separan. Pues, han sabido cómo usar a las mujeres en virtud de la producción, entiéndase los hijos, y la subordinación, entiéndase quedarse en la casa porque ser madre va por encima de todo. Barriendo, mapeando, cocinando, dando teta, que también es trabajo, aunque no se paga, y que podría entonces llamarse explotación. Y que Dios me libre, se romantiza, una vez más, con el eufemismo del amor. Pero, ese es otro tema.

Que las mujeres decidan sobre sus vidas es quitarle poder al patriarca. A los hombres. Esos que han erguido sus carreras, su visibilidad y su poder gracias a que una larga fila de mujeres le facilitaron el camino, ya fuera como madres, abuelas, niñeras, amigas, hermanas, hijas, novias o esposas y cualquier otra modalidad de la maternidad. Lo de cuidar, nutrir y proteger lo hacemos todas en algún momento. Que salgamos de esos espacios y exijamos crear nuestro propio camino y no el suyo, es peligroso. Repensar el lugar de nosotras en la sociedad, implica que ellos deben repensar el suyo.

La maternidad ha sido la herramienta principal del patriarcado para mantenernos limitadas a los lugares que los hombres inventaron que eran solo nuestros.

Pensarnos como mujeres, y no solo como madres, es poder. El de decidir, y eso es incómodo, les aterra. Ya lo auguraba Margaret Atwood en The Handmaid’s Tale hace más de 30 años. Para el patriarcado y el capital, las mujeres somos máquinas de [re]producción y la vida es el producto final. Y si esas vidas son pobres, mejor. Al no poder pagarnos un aborto, producimos la vida que necesitan para perpetuar sus riquezas y mantener nuestra escasez.

La garantía para decidir sobre continuar o no con un embarazo no solo es un derecho a la intimidad, es cuestión de dignidad.

La maternidad deseada implica amor, dedicación y asumir las condiciones que llegan con esa decisión. Quien no está dispuesta a asumirlas no tiene por qué responder a las exigencias del gobierno y las iglesias, a quienes les importa muy poco esa “vida” luego de que nace. Si no lo cree, vaya a un orfanato. Esta lucha parece no tener final cercano. Y, allá iremos alzando pañuelos verdes, sonando el estribillo de aborto libre, guardándonos los ovarios en cajas fuertes o escondiendo a nuestras hermanas cuando decidan por un aborto clandestino… o será otra cosa. Nadie sabe.

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