Yo parí en casa con mi partera, mi doula, y dos amigas que también habían parido en sus casas. Una de mis amigas, vamos a llamarla “R”, estaba preñá de su tercer bebé. De hecho, su segunda bebé había nacido mientras ella estaba sentada en el inodoro en su casa y antes de que llegara el equipo de parto de la partera, la doula, y el obstetra. Su esposo recibió a la bebé con el obstetra en el teléfono. “R” se fajó en mi parto acompañándome desde la media noche.
Como ella no tenía nada qué hacer mientras yo me paraba en cada contracción para vaciarme en el baño, decidió bajar una aplicación en su celular para llevarme el tiempo de las contracciones. Así estuvo sentada al lado de mi cama cuatro horas, mientras yo me paraba de la cama cada 20 minutos, luego cada 15 minutos, luego cada 10 minutos… Estuve tantas horas yendo al baño que es una de las partes que más claramente recuerdo de mi parto. (No sé cómo las mujeres pueden parir en los hospitales que las tienen inmovilizadas con las correas del monitor fetal electrónico y no las dejan pararse de la cama ni para ir al baño.) Pero déjenme echar para atrás en la historia.
Mi parto no empezó a la media noche, sino cuando me paré de mi cama ese sábado en la mañana y cayó un chorro de agua al piso. Enseguida, llamé a mi partera, y me dijo que estaba en citas en el centro de parto y que pasaba antes de las 2:00 p.m. Eran como 8:00 a.m. Como mi madre (quien murió tres años después) y yo peleábamos mucho, y en los partos hace falta acompañantes que te apoyen al 100% en tu proceso, había hecho un acuerdo con ella de que se iría durante mi parto. No quería estar con mami preocupada por mi parto, ni quería escuchar críticas durante el trabajo duro que iba a hacer (el esfuerzo en un parto se compara a un maratón de 60 millas).
Pero la reacción de mi madre cuando le pedí que se fuera, fue preguntarme que cómo yo sabía que estaba de parto si la partera no me había confirmado. Para cualquier persona normal, eso sería una pregunta normal, pero no para mí. Yo llevaba más de 20 años leyendo sobre el parto. La ética del parto es mi área de investigación en filosofía (también se estudia metafísica y epistemología del parto), y esa pregunta era un súper trigger. Mi madre estaba sugiriendo que una persona externa a mí, “un@ expert@”, tenía que confirmar lo que yo estaba sintiendo. Por ahí, empezó la pelea. A las 2:00 p.m., cuando la partera todavía no se había desocupado, me monté en el auto y fui al centro de partería. Mi partera me hizo el examen para ver si el líquido entre mis piernas era fluido amniótico. Determinó que no, y me dijo que yo no estaba de parto. Como yo sabía que estaba de parto, y no necesitaba confirmación de nadie, le dije a mi partera que se quedara pendiente.
Los partos van lento. No son una emergencia. Me fui para casa de “R” a pasarme el resto del día con ella y sus crías y estuve con contracciones leves. A las 7:00 p.m., muerta del hambre, me compré $40 de sushi y una Sapporo. Me harté toda la comida yo sola (definitivamente iba a tener energía para mi parto), y me despedí de “R”, que no podía acompañarme hasta que llegara su esposo de un viaje, a la media noche, para quedarse con las dos crías. De 8:00 p.m. a 12:00 a.m., estuve sola empezando a respetar el dolor de mis contracciones, que ya estaba fuerte, y sabiendo muy bien que estaba empezando el proceso. Aunque hubiese preferido un parto orgásmico, habiendo leído tantos años sobre eso y hasta enseñando ese tema en mis cursos de bioética y de ética médica, mi parto fue bien doloroso.
Cuando hablé con mi partera a la media noche para suplicarle que mandara a la doula, sabía que no lo haría. No hay nada que hacer en un parto cuando una mujer todavía puede hablar normalmente en una contracción. (La primera vez que vi un parto fue en una casa en Wisconsin donde yo era interprete para una pareja mexicana que no hablaba inglés. Yo estaba hasta incómoda porque la partera y yo estuvimos sentadas por horas mientras la mujer hacia el trabajo de parto. No había nada que hacer. Intervenir con el proceso obstaculiza el proceso. Cuando las contracciones estaban fuertes, le dábamos apoyo verbal y físico, y le sugeríamos posiciones. Cuando la mujer se sentó en el inodoro porque “tenía que ir al baño” entonces le dijimos que eran ganas de pujar, y la bebé nació poco después.)
Mi doula no llegó hasta las 6:00 a.m. Desde las 5:00 a.m., le había dado mi celular a “R”, me había quitado toda la ropa, y estaba tirada en cuatro en el piso del baño. Recuerdo escuchar la maravillosa voz de mi doula cuando llegó, y preguntó: “¿Cuánto tiempo lleva así?”. Inmediatamente, sacó su aceite de lavanda y me empezó a sobar. Mi doula fue todo mi mundo en mi parto. Mi apoyo incondicional. En algún momento, me trajo papaya, y no quise, y me preguntó qué me traía. “Fresas”, contesté. En otro momento, me trajo miel, y esa fue la mejor idea del mundo.
Yo no salía del piso del baño. Llegó una de las parteras practicantes. Me pidió hacerme un examen vaginal. Le dije que no. Contrario al hospital, donde otros deciden qué hace, y qué le hacen, a una parturienta, en casa, me pedían permiso. Luego de llevar lo que parecían varias horas gritando, accedí a un examen vaginal. Fue un error. Yo estaba en tres centímetros de dilatación. (Hay que llegar a 10 centímetros antes de empezar la etapa de pujo.) Como llevaba años leyendo del parto, sabía que me podían faltar muchas horas, o tal vez días. Me desesperé. Se me olvidó lo aprendido a través de los años: hay que concentrarse en una contracción a la vez, enfocarse en el presente, sentir como suben, llegan a su peak, y bajan. (¿Cuánto tiempo lleva pariendo la humanidad?) Empecé a dar argumentos, como buena filósofa, de por qué me deberían llevar al hospital para ponerme una epidural, de por qué ir al hospital no era un fracaso en mi visión de parto, y por ahí seguí.
Una segunda partera practicante había llegado, pero mi partera todavía no (como los obstetras, llegan más tarde durante el parto). Todo mi equipo de parto sabía sobre mi terror a los protocolos de parto arcaicos y peligrosos de los hospitales, y sabían que mi parto iba bien y no era necesario ir al hospital. (En un parto que llega al hospital de la casa suelen tratar a la parturienta como si fuera una irresponsable y una mala madre, y llenan al recién nacido de antibióticos dañinos.) Las muy sabias me distrajeron llevándome a la piscina de parto que mis dos amigas habían montado y llenado durante horas. Un buen equipo de parto colabora para poder atender las necesidades reales de las mujeres pariendo.
En esa piscina calientita, estuve tres horas sin darme cuenta. Me fui en el trance sobre el cual tanto había leído: sentí cada contracción subir y bajar, y mientras la sentía, me imaginaba que iba subiendo El Calvario de la Universidad de Puerto Rico, en Mayagüez, con mi hija que estaba naciendo, pero que en mi visión tenía como cinco años (su edad actual). Yo decía: “Voy subiendo, voy bajando, Arte ayúdame”. (Mi doula luego hizo el chiste de que pensaron buscarme un pandero.) Mi partera me había comentado que es importante acordarse de que el parto es un proceso entre dos. Me pareció un consejo espectacular, y constantemente le pedí ayuda a mi hija. Durante todo el proceso de parto, mi hija estuvo moviéndose y acomodándose. Mi partera luego me dijo que un bebé moviéndose así durante el parto no era común en su experiencia. (Mi hija es una chula.)
Luego de tres horas en la piscina, sentí una contracción de esas que parece que te parten. Empecé a quejarme que no podía con el dolor. Había, por fin, llegado mi partera y me sugirió un examen vaginal. No hizo más que meter el dedo y me dijo: “Pero si ya tú estás en ocho. Estás en transición”. Yo no le creía. Había ido de tres a ocho centímetros en tres horas. Me ayudaron a caminar. Mi partera me preguntó si quería que me movieran la membrana que me quedaba para dilatar a 10 centímetros. “Es bien doloroso”, me dijo, “pero podemos tratar”. (Me pedían permiso para cada intervención con mi cuerpo.) La membrana iba a tardar tal vez media hora en desaparecer por sí sola. Me acosté en la cama, la partera metió la mano, y yo grité con todas mis fuerzas. Fue un dolor peor que las contracciones. Trató una segunda vez, y le dije que no, que yo aguantaba contracciones por media hora.
Sentí el alivio del dolor al llegar a 10 centímetros, y el cambio del dolor a las caderas cuando empezó la etapa del pujo. (Hay mujeres que, en partos sin las limitaciones de los protocolos hospitalarios, hasta duermen entre la dilatación y el pujo.) Mi doula me abrazaba. Mi partera me decía que la única manera de quitarme el dolor era pariendo. Yo decía que no. Mi partera me enseñó a pujar. Me puso dos dedos en la vagina, y dijo: “Empújame los dedos”. No es para nada como ir al baño a evacuar. Traté dos veces, y sentí la increíble sensación de la cabeza de mi hija bajando a mi canal vaginal. (Me maravillo de cómo las mujeres logran parir vaginalmente en un hospital con la prisa y otros obstáculos que le ponen los protocolos de estándar de cuidado obstétrico al trabajo de parto, a veces solas o hasta con acompañantes hostiles que no les permiten gritar y expresarse, inmovilizadas en la cama con correas de monitoreo fetal electrónico, y sin alguien que les enseñe cómo pujar eficientemente.)
Mi partera me aconsejó sentarme en la silla de parto. La silla me pareció súper incómoda, pero sentada frente al espejo pude ver a mi hija. “Mírale el pelo,” dijo la partera, “está ahí mismo”. Cansada, decidí acostarme en mi cama. Pujé con todas mis fuerzas, y salió la cabeza. Pasaron tres minutos entre eso y la próxima contracción. En mi video de parto, se escuchan las risas y la pregunta, “¿no tiene contracción?”, mientras yo tenía la cabeza de mi hija entre las piernas. Por fin, sentí contracciones y salieron los hombros. Mi partera me dijo que cogiera a mi hija. “¡Sácamela!”, grité. “Carajo, coge a tu hija, Sara”. O algo así, dijo mi partera. (Amo a mi partera.) Cogí a mi hija por los sobacos, la saqué de mi vagina, y me la puse en el pecho. Todo el dolor se me fue de repente. Mi hija se enteró que había nacido. Yo estaba exhausta.
Mi hija nació un domingo en la tarde. Mi parto fue consciente. (Recomiendo el libro Baby Catcher de la partera Peggy Vincent si quieren leer historias cortas e interesantes de partos reales en la casa y en el hospital.) Salió la placenta. Mi hija se pegó a la teta. La pesaron con una balanza como las de supermercado (8 libras y media), y llegaron mi mamá y mi tía con hummus, falafel, y otras delicias para todas las mujeres hambrientas (no seguí las instrucciones de mi partera de tener comida en la nevera). Las parteras no se fueron hasta que me bañé (frente a ellas por si me mareaba) y comí (aunque no tenía hambre). Ellas dijeron que estaban contentas porque fue un parto “de ocho a cinco como un día regular de trabajo”, y no uno de esos partos que les toman días. Claro, para mí, el parto fue mucho más largo.
Mi parto fue saludable y respetado. Estuve rodeada de las personas que escogí tener allí y que me dieron apoyo en todo momento. En Puerto Rico, a pesar de ser un país con una tasa de cesáreas de 46%, y una gran incidencia de violencia obstétrica, se puede parir en libertad.
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*Sara Gavrell Ortiz es profesora de Filosofía de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Mayagüez.