Hace un año y medio, trabajaba como maestra en una escuela en Río Piedras, una comunidad que ha sido marginada por años. La mayoría de mis estudiantes eran dominicanos o hijos de inmigrantes dominicanos, muchos de ellos afrodescendientes. Tenían unos 13 a 19 años, esa edad en la que empiezan a ver el mundo con más claridad, pero también cargan con ellos los prejuicios que la sociedad les ha impuesto.
Un día, mientras mis estudiantes de octavo grado discutían emocionados sobre un juego de pelota entre República Dominicana y Puerto Rico, una estudiante me preguntó: “Maestra, ¿en dónde usted nació?”. Ya lo había mencionado antes, pero parece que ese día ni estaban prestando atención.
Le respondí: “Nací en República Dominicana y vivo en Puerto Rico desde que tengo 9 años”.
De repente, la clase se revolucionó. “¡Oigan esto, la maestra es dominicana!”, gritó una de las estudiantes. En cuestión de segundos, el salón entero se llenó de una mezcla de sorpresa y alegría. Era como si algo los conectara conmigo de una manera nueva, algo que nos unía. Ese “algo” era el lugar de procedencia.
Este tipo de conexión a veces puede parecer inocente, pero está profundamente influenciada por el concepto de identidad nacional, que aunque problemático, tiene una capacidad increíble de unir. Lo veo a diario en cómo la comunidad dominicana en Río Piedras se apoya y lucha por sobrevivir, a pesar de las barreras que enfrentan, muchas de ellas impuestas por un Estado que ignora sus necesidades.
Sin embargo, esa alegría inicial que vi en sus caras pronto se mezcló con algo más incómodo. “Maestra, pero usted no parece dominicana”, me dijo uno de mis estudiantes. Lo que en un principio sonaba como un comentario inocente, estaba lleno de los prejuicios que vienen de siglos atrás. La idea de que hay una “forma” de parecer dominicano está arraigada en las jerarquías raciales impuestas desde la época colonial. Estas ideas no son nuevas; vienen de un sistema que dividió a las personas según su color de piel, su tipo de cabello, y sus rasgos físicos. Estos comentarios no vienen solo de la sociedad en general, sino que también se repiten en los hogares. Frases como “no dañar la raza” siguen resonando, así como alguna vez lo escuché en mi propia familia. Es una herencia colonial que nos sigue persiguiendo.
Lo que más me duele, sin embargo, no es solo ver estos prejuicios a nivel personal y cómo se interiorizan, sino cómo también están institucionalizados en nuestras estructuras sociales, educativas y gubernamentales. Al trabajar en una escuela especializada, que estaba ubicada cerca de urbanizaciones, vi la diferencia abismal entre las condiciones de esa escuela y las de la escuela en Río Piedras. Mientras que la primera tenía todos los recursos necesarios para el éxito de los estudiantes, la segunda era un claro ejemplo de abandono. El gobierno ha olvidado por completo a las escuelas en comunidades marginadas. Los techos rotos, la falta de materiales, las aulas superpobladas, todo eso me hacía preguntarme cómo puede un sistema educativo ser tan desigual.
Esta diferencia no es casualidad. Está estrictamente relacionada con el racismo institucional, la xenofobia y el clasismo. El sistema está diseñado para hacer que las poblaciones marginadas, especialmente las personas afrodescendientes y migrantes, tengan cada vez más difícil la posibilidad de una movilidad social. La educación, que debería ser el camino para salir de la pobreza, se convierte en otra barrera más cuando las escuelas que más necesitan apoyo son las que más sufren el abandono.
El mes de octubre, cuando recordamos la colonización europea en América, siempre me genera una mezcla de emociones. Por un lado, se habla de “descubrimiento”, aun sabiendo que trajo consigo la explotación, el racismo, y la imposición de un sistema que continúa afectándonos hasta hoy. La comunidad dominicana en Puerto Rico sigue enfrentando racismo y xenofobia, y gran parte de esto tiene raíces en esa colonización.
La educación tiene un papel clave en cambiar estas narrativas. No podemos simplemente enseñar hechos históricos alejados del contexto actual, tenemos que enfrentar los prejuicios, desmantelar esas ideas coloniales que siguen presentes. Mi tiempo en esa escuela terminó, pero me enseñó que estos estudiantes no solo necesitan contenido académico crítico, necesitan ser vistos y validados por lo que son, no como “el otro”, sino como parte integral de esta sociedad.