Foto por Génesis Dávila Santiago
Crecí con el miedo de convertirme en madre adolescente. Era lo que mis familiares me recordaban.
“No salgas preñá’. No vayas a meter las patas…”, solía ser la educación sexual que recibía.
Tanto así que, cuando me enteré de que estaba embarazada, aunque tenía 21 años, el terror se apoderó de mi cuerpo. En aquel momento, mis jornadas de estudio y trabajo eran largas, así como el tiempo que pasaba entre la guagua pública, el tren urbano y el “trolley”. Parecía normal estar cansada y quedarme dormida durante los “breaks» de mi empleo. Pero, ante ese cansancio consumidor, una visita a la ginecóloga era prudente para descartar cualquier embarazo.
“Tienes la prueba positiva”, se me anunció desde la oficina de la ginecóloga.
Cuando escuché aquellas palabras, un zumbido, como de explosión cercana, me ensordeció. Alcancé a escuchar que me haría un sonograma, pero ahora puedo identificar que yo estaba en estado de “shock”.
No vi el sonograma. En su lugar, me quedé observando cómo las cortinas que cubrían las ventanas impedían que la luz del sol entrara a la oficina. Tenía la esperanza de que si no miraba hacia la pantalla en la que se veía mi útero, no sería cierto que estaba embarazada.
Pero lo estaba.
Había aprendido que un hijo era lo peor que me podía pasar. Esa educación, desde el terror, que recibí desde muy pequeña, hizo que mi embarazo se sintiera solitario. El apoyo de mi entonces pareja se redujo cada vez más hasta convertirse en una relación violenta. Desde mi trabajo, no recibía el apoyo que necesitaba, y empecé a presentar síntomas de depresión.
Tenía coraje y resentimiento, pero decidí continuar con el embarazo.
Con cerca de 41 semanas de gestación, la ginecóloga comenzó una inducción. Como no dilaté en el tiempo que se determinó, me hicieron una cesárea. Doce años después, pienso en mi primer parto como un proceso violento en el que se omitió información sobre mis opciones, mi cuerpo tuvo que ajustarse a los tiempos del personal médico, y se me quiso negar mi derecho a la lactancia.
Decidí que jamás tendría otro hijo. La sociedad en que vivimos nos hace sentir que los hijos son una carga y que las madres tenemos mucho que perder cuando gestamos. Pero son numerosas las condiciones que tienen que cambiar en el país para que nuestras maternidades sean distintas.
Es momento de trabajar, más que poco a poco, a la vez. Identificar la violencia obstétrica, mejorar los servicios médicos, permitir una educación sexual integral, incluir la paternidad activa más allá del rol de proveedor, e informar a las personas sobre la violencia de género, son algunas de las medidas en las que nuestro país debe trabajar hoy.
Después de mi primer embarazo, culminé un grado en Administración de Empresas, con ayuda de una psicóloga; acabé mi relación violenta; me certifiqué en Educación Sexual; y comencé a vivir más allá del estado de supervivencia en el que había permanecido por tanto tiempo.
Únicamente, cuando me sentí lista, hice un plan de parto y di a luz a mi segunda hija.
Esta vez, tuve más control sobre las decisiones tomadas durante mi segundo parto y embarazo. Hoy, reconozco que me tomó mucho tiempo llegar donde estoy y dejar el resentimiento a un lado.
Aunque sigo en formación, puedo empatizar con mi “yo”, de ese entonces, y entender que hice lo que pude con las herramientas que tenía. Ahora, me muevo consciente, desde el consentimiento y desde el reconocimiento de los derechos humanos. Nuestra sexualidad se ha vuelto política cuando quieren tomar decisiones sobre nuestros cuerpos, así que hay que ser política con esto.
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