Sobre desvelos colectivos y sueños antirracistas

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Foto de archivo de Ana María Abruña

“Hace unas noches, no podía conciliar el sueño pensando en la familia de Canóvanas…”, me confesó una amada compañera mientras conversábamos sobre el entrecuido colectivo como práctica liberadora. Y esa confesión se me quedó grabada en la mente, hasta ahora que escribo estas líneas, semanas después.

Una familia en Canóvanas se levanta y se acuesta en un círculo interminable de violencia racista por parte de su vecina Carmen García. Una familia joven, que a diario -y por los pasados cuatro años- recibe el golpe frontal del racismo. Golpe que resisten con la armadura de intenciones profundas de permanecer y construir sus vidas allí en su casa. Una de las formas predilectas de violencia racista de su vecina es encender radios a volumen extremo para interrumpir el sueño -y los sueños- de esta familia.

El sueño y los sueños.

La palabra sueño designa tanto el acto de dormir como la actividad de la mente durante ese periodo de descanso. Es una función natural del cuerpo humano, una de las más importantes y necesarias. Los sueños son historias e imágenes que proyecta nuestra mente mientras dormimos. Pueden ser vívidos. Pueden hacerte sentir feliz, triste o asustada. Y pueden parecer confusos o perfectamente racionales. Los sueños entonces son como la vida misma.

Dicen también que un sueño lúcido es aquel en el que sabes que estás soñando. He leído que el sueño está íntimamente relacionado con las memorias y que algunas soñadoras expertas pueden influir en su sueño, cambiando la historia. En ocasiones, esta puede ser una buena táctica, especialmente durante una pesadilla. He leído también sobre la posibilidad de que dos personas -cercanas o desconocidas- compartan el mismo sueño. A esto le han llamado el “fenómeno del sueño compartido”.

También, cuando hablamos de sueños, nos referimos a aspiraciones y deseos. El lenguaje nunca es inocente.

Por esto, la anécdota de mi compañera me parece hermosamente poética y muy práctica a la vez. Si nuestros sueños pueden interconectarse, ¿podrán también así conectarse nuestros desvelos?

Imagino a las niñas -hijas de esta pareja- desveladas. Porque el estruendo que escuchan a diario es una costra que amenaza con asentarse en sus oídos, en sus espaldas, en todos sus pliegues.

Intenta crecer como un hongo insidioso en sus párpados para que se les dificulte descansar. 

Para que el odio sea lo único que vean. Les pienso y les siento como mujer que una vez fue niña y como madre que actualmente cría a una niña. 

Desde mi desvelo solidario, con ternura y amor a las hijas de Chanelly y Luis, les recordaría que no merecen ese maltrato. Que no hay nada malo en su familia, ni en su papá, ni en su color, ni en la textura de su cabello. Les recordaría que hay una comunidad grande que les defiende y que les piensa. Les aseguraría que no están solas. Que estamos conectadas en este sueño que es imaginar un país justo, conectadas en la rabia que nos causa ver que la justicia no les llega y abrazadas en la certeza de que hay mundos posibles que no incluyen el racismo, y que los estamos construyendo.

Les confesaría que el cansancio, en ocasiones, nos abruma. Pero que, a pesar de nuestras contradicciones y dolores, somos muchas, y que cada vez seremos más, las que nos unimos a sus desvelos. Sostenernos en este sistema racista, implica que compartamos sueños y memorias ancestrales. Reconocernos como merecedoras de gozo y alegría. Sabernos herederas de dones, fuerza y belleza. Requiere que agarremos las pesadillas por los cuernos y que imaginemos nuevas historias para nosotras y para las que vendrán después.

Desde mi desvelo solidario, les besaría la frente y les prometería que así -amanecidas y cansadas- caminaremos junto a ellas. Porque no podemos continuar dormidas mientras ellas no concilian el sueño. Porque nuestra humanidad es indebatible y la justicia la logramos despiertas… y juntas.

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