Mientras intento escribir esta columna, mi hija de un año me hala del pantalón y me pide de beber. Luego llora porque se ha lastimado un poco, y la consuelo como si fuera algo muy importante. Y lo es. Pero tengo la suerte de que con un sana, sana, colita de rana, su llanto se calma. Escucho las noticias y pienso en don Miguel, que ha matado por su hija. Siento un nudo en el estómago que se revuelca cuando, escribiendo, admito que lo entiendo, que una parte de mí mataría por mi hija también.
Esa admisión me provoca una cierta angustia que da vueltas en busca de un consuelo y lanza al pánico la pregunta: ¿cómo criar a nuestras hijas e hijos para que no se dobleguen ante este sistema patriarcal-capitalista-racista-violento? ¿Cómo protegerles la vida en este sistema en el que el Estado es verdugo?
Escucho el noticiero, leo notas de prensa y comentarios en las redes sociales, donde también se habla de don Miguel (porque de la sobreviviente poco se ha dicho o preguntado sin reproducir algo más que el morbo y la revictimización). Vuelvo a mirar a mi niña, que me ve con sus ojitos tiernos, y le sonrío tímidamente, como si ella pudiera leer lo que admito mientras escribo.
Escucho más declaraciones de don Miguel, padre, y reconozco en sus palabras, acortadas por el llanto, una pena y el sentimiento visceral de proteger a nuestras hijas a toda costa. Esa sensación de que si algo les daña querremos destruirlo. Y esa ilusión imposible de que podemos evitarles daños. Ese instinto de protección y supervivencia que arde.
Y me enfurece cómo el Estado —que parece amorfo, pero no lo es— nos desvía la mirada. Nos pone a debatir y a juzgar: ¿fue defensa propia? ¿Tenía derecho? ¿Merecía justicia? ¿Quién es culpable y quién inocente? ¿Quién entendía o no las consecuencias?
Así intenta quitarnos la posibilidad de apuntar hacia donde está el verdadero problema.
El Estado que está compuesto de gentes con poder de decisión, atravesadas por el sistema podrido y por la misma cultura que sostiene la violencia. Que contamina todo dejándonos con instituciones inservibles, corrompidas e indolentes, leyes obsoletas, impunidad, burocracia y prioridades e intereses burgueses. Artífice de la inacción contra el patriarcado y la violencia que destruye a nuestras familias y comunidades.
El poder no les pertenece, pero creen que sí, y lo usan en nuestra contra. Nuestro país ha demostrado que tenemos poder cuando nos unimos y enfrentamos al Estado para defender aquello que nos pertenece y lo que como pueblo merecemos. Por eso nos urge que, en vez de emitir veredictos, señalemos el problema.
El Estado ha sido incapaz de prevenir la violencia de género de forma eficaz, sensible y consciente. El Estado ha matado por inacción, por abandono, por negligencia estructural. Nos niegan una educación con perspectiva de género, que no solo previene la violencia, sino que transforma nuestras formas de vincularnos y vivir.
El Estado revictimiza y culpa a las sobrevivientes de la violencia, les niega seguridad y condiciones materiales como vivienda y recursos económicos. Pretende fulminar nuestros intentos de defensa y autopreservación haciéndonos atravesar instituciones y procesos que nos silencian, entorpecen la denuncia e interrogan, castigan, vigilan e ignoran.
Nos distraen del origen del problema, desviando la atención a debates y moralismos punitivos, para evitar que apuntemos hacia los verdaderos responsables. Nos hacen olvidar que lo que esta historia despierta es memoria viva: el trauma colectivo. Hace festín con el dolor de tantas familias que han perdido a sus hijas, hermanas, madres, amigas a manos de feminicidas.
Nos quieren hacer creer que los agresores son monstruos. Pero son hombres que hemos amado. Padres, hermanos, hijos. Hombres formados y deformados por este mismo sistema. El Estado también es responsable de lo que esos hombres han sido, y de lo que serán, si seguimos sin transformar la raíz.
Muchas son las familias y comunidades que estamos haciendo lo mejor que podemos. Criamos con conciencia. Nos sostenemos entre nosotras y luchamos. Practicamos criar sin violencia, mediar conflictos, educar desde el amor y la perspectiva de género.
Las organizaciones que combaten la violencia de género, que acompañan a las sobrevivientes, que denuncian la violencia del Estado, y que resguardan las vidas de las sobrevivientes, no dan abasto.
El Estado tiene la responsabilidad de facilitar todos los recursos que sean necesarios para prevenir la violencia desde la infancia hasta la vejez, desde las escuelas hasta las agencias e instituciones públicas, a nuestras comunidades.
Las comunidades y las familias del país van a resistir las violencias como sea y van a defender a sus hijas y a protegerlas con los recursos que tengan.
Desde la solidaridad, la compasión, la rabia y la valentía es que la gente lucha. Esa bravura que llevamos quienes sobrevivimos y permanecemos aquí no la tenemos que usar para ser jueces ni policías. No tenemos que enjuiciar la forma en que una comunidad, una familia, un padre elige proteger la vida de su hija. Pero sí tenemos el deber y la responsabilidad de dejarle saber al Estado que continúa ausente para las víctimas y sobrevivientes de violencia de género, incluso para aquellas que han proclamado su autodefensa y han sido castigadas y encarceladas por ello. Ausente para sus familias y sus comunidades y todo el tejido social que cada feminicida impacta.
Mientras eso siga siendo así, seremos las madres, los padres, las familias, las amigas, las comunidades y las organizaciones quienes diremos presente ante un Estado ausente. Seremos los que tomaremos acción, denunciando, hablando, organizando, escribiendo y apuntando hacia arriba, hacia el Estado, como verdugo de nuestras hijas.